Cuando te vi de reojo tras el cristal, caminabas como si nada hubiese sucedido. Tu vida era perfecta: tenías un buen trabajo, tenías amigos que te adoraban y una buena proyección a futuro que te convertían en la envidia de cualquier persona. Sabías la mirada exacta con la cual podríamos caer rendidos ante tus encantos juveniles, ante esa sonrisa que muchas veces te ruborizaba las mejillas. Tú nunca me viste cuando yo estaba sentado del otro lado de la vitrina, fumándome esos cigarros de mala muerte que había comprado en la feria, a un precio ínfimo. Nadie necesitaba decirme que no era el tipo que tú buscabas.
Caminabas tranquila, sin saber que yo te había estado observando todo el camino desde que me miraste, me besaste, lloraste y luego te alejaste de mí como si nada hubiese sucedido. Como si fuésemos dos extraños que nunca se encontrarían en la vida y que desaparecen como el viento que vuela kilómetros en tan solo un segundo. Caminabas como una femme fatale que acababa de asesinarme para siempre, sin vuelta atrás.
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