Y varias veces había sucedido lo mismo: miraba al cielo y encontraba un puñado de estrellas justo sobre su mirada, anhelando poder alcanzarlas con sus manos de niño inquieto. Pero no. Volvía a recostarse un poco confundido, un poco decepcionado de la imposibilidad de alcanzar ese cielo. Se conformó, con una sonrisa, de mirar las estrellas desde abajo, contarlas y soñar con ellas pues, en varias ocasiones, aquellos astros del cielo eran los que habían visto las historias del mundo suceder. Acaso quisieran hacerlo acreedor de algunas para sí mismo.
Acaso podría ser que, de pronto, se vio corriendo por un extraño paisaje que le parecía extrañamente familiar. Era como si ya hubiese estado aquí, como si ese paisaje de tanta armonía formase parte de mi propia identidad. No entendía cómo había llegado hasta ese lugar, pero se sentía muy a gusto. Recorrió el lugar en silencio, apropiándose de cada color oculto, de cada fragmento de ese esencia extraña. De esas estrellas que se ocultaban bajo la nubosidad del mediodía. Sí, ese lugar le pertenecía y él también pertenecía a ese lugar. Lo sabía, lo notaba en el color de esas casas conservadas pese al paso del tiempo. Lo sabía al ver la alegría de sus calles, en el aire que circulaba por los rincones más ocultos que comenzaba a descubrir casi por azar.
Y lo sabía, sí, lo sentía en el alma. Lo sabía en el momento mismo que empezó a ver sus calles, en el instante preciso en que los adoquines le hacían sonreír pensando en su tierra natal. Lo supo en el momento en que se encontró con el río Tajo que desembocaba hacia el Atlántico en un paisaje de infinita belleza. Lo descubrió y se estremeció al entender que esa extraña coincidencia de tomar el funicular equivocado lo había llevado hasta el lugar preciso con el que tantas veces, siendo niño, había soñado. Lisboa y yo ya nos conocíamos: esto era un reencuentro.
Fotografía: Lisboa, Portugal.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario