domingo, 24 de abril de 2011

08. El ladrón del cuchillo


-         César, ¡estás loco!

Gritaba al aire sin importarle que algún transeúnte lo mirase extraño, durante su agitado camino de regreso a casa, sabiendo que en cualquier parte podría estar escondido César con el cuchillo que le había robado. Temía por su vida y sentía que su corazón palpitaba acelerado. Cada vez que sentía los pasos de alguien que se le acercaba, era inevitable voltear y verificar que, efectivamente, no iban tras sus pasos. Esa sensación de paranoia era algo insoportable, pero, en este caso, era necesario para poder reaccionar de la mejor forma ante las eventualidades que se la habían presentado últimamente. Sí, ese era el cuchillo que había estado buscando y por el cual, algunas semanas atrás, Camil había preguntado. El cielo estaba gris, como de costumbre: no tenía otra imagen de Albacete sin su cielo gris y todos sus recuerdos lo llevaban de regreso a un llano oscuro e invernal, frío, a la espera de la lluvia. Ahora la tormenta estaba próxima a comenzar y, definitivamente, era algo que detestaba.

Vio una sombra pasar corriendo a su lado. Era César, que corría descalzo por la Avenida de España, con el cuchillo en la mano, sonriéndole.

-         Eh, Andrés. Alcánzame.
-         ¡César, espera!
-         Pues, ven a por mí.
-         ¡Mierda! –exclamó angustiado.

Las pisadas de César quedaron marcadas en el cemento que, de un momento a otro, había perdido su contextura. Sintió que sus pies comenzaban a hundirse como si se tratara de lodo y todos los transeúntes desaparecieron en el instante. La ciudad, nuevamente, quedaba en silencio y no había forma de detener los extraños acontecimientos de los cuales estaba siendo testigo; por más que gritara, solo recibía el eco de su voz, que, como mucho, hacía vibrar el ventanal de alguno de los edificios cercanos. La sombra de una mujer se acercó al balcón y, desde lo alto, lo miraba con una sonrisa, mientras los pantalones del transeúnte comenzaban a impregnarse del color del cemento que se derretía cada vez con mayor rapidez.

-         Pobre, muchacho –reía-. Ha sido víctima de sus propios embrujos.

Andrés observó a la mujer desde el pavimento en el cual estaba atrapado hasta los tobillos, sin entender palabra alguna de lo que esta mujer acababa de decir. Sin perder más tiempo, continuó desplazándose por el cemento, avanzando lo más rápido posible para llegar a la esquina del parque, donde César jugaba con el cuchillo, lanzándolo por la espalda a algunos transeúntes que caminaban descuidados, sin notar su presencia.

-         Deja de hacer eso, César. ¡Estás loco!
-         ¿No te has dado cuenta, Andrés? Ellos no ven que existo. Será que solamente tú me ves. ¿Acaso seré otro de tus fantasmas?
-         No te muevas.

Cuando logró llegar a la esquina, estaba bañado en sudor. Se apoyó en la pared de un edificio a descansar, mientras César reía con el cuchillo en la mano, amenazando con lanzarlo contra él en cualquier momento. Solo entonces se percató de que el cemento de la acera de la Avenida de España estaba en completo orden, como si nunca nadie hubiese caminado por ahí. Andrés observó sus pantalones y vio que estaban completamente limpios, como si los estuviese usando por primera vez luego de haber sido lavados. En el balcón estaban la misma mujer, observándolo, con un teléfono en la mano. Tuvo miedo de que estuviese llamando a la policía o a alguien: ya se había percatado de que lo había creído loco.

-         ¿Quién está loco, Andrés? Deberías preocuparte por ti mismo. No te has dado cuenta de lo que haces.
-         ¿Quién eres tú para venir a darme sermones?
-         La voz de la conciencia de tus actos, amigo mío –rió César, tomando el cuchillo por el filo, ante la mirada inquieta de Andrés.
-         ¡Deja de hacer eso de una vez!
-         ¿Para qué? Ya te dije que soy un fantasma –César continuaba riendo.
-         ¿Qué es lo que pretendes?
-         Qué crees tú…

César se echó a correr nuevamente en dirección al parque. Andrés cruzó la calle rápidamente, sin percatarse de que un vehículo venía por la vía. Solo reaccionó con el enorme bocinazo del automóvil que logró frenar a tiempo, debiendo escuchar los improperios del conductor al respecto. Su amigo corría bastante rápido como para poder ir a su paso, por lo que en solo un instante, vio el brillo del cuchillo que ya estaba en la punta del Parque. Estaba muy agitado, pero sabía que debía correr e intentar capturar a César antes de que pudiese cometer alguna estupidez. ¿Acaso sería una buena opción la de llamar a la policía? Sacó el teléfono del bolsillo, pero vio que, extrañamente, no tenía cobertura, por lo que no le quedó otra que salir tras el ladrón del cuchillo. 

El interior del Parque Abelardo Ahumada parecía un micromundo ajeno a Albacete: el color verde de sus árboles seguía llamándole la atención pese a que no era la primera vez que lo visitaba. Era inevitable recordar algunas caminatas bajo la lluvia, intentando cobijarse debajo de los árboles, de manera evidentemente infructuosa. El interior del recinto estaba cubierto de blanco, como si hubiese nevado todo el día. Andrés miró a sus espaldas: el resto de la ciudad estaba cubierta de nubes, pero nada de nieve. Volvió a mirar hacia el interior del parque y comenzó a caminar sobre la nieve, que se iba apretando en la medida que caminaba sobre ella, dejando sus huellas.

-         César, por favor, acaba con tu jueguito.

Sintió el movimiento de las hojas de un árbol. Miró hacia el cielo y vio una sombra que desaparecía. Se acercó a la rama y comprobó que alguien la había pisado. Caminó lentamente y dio con una huella descalza con una pequeña mancha de sangre en la planta. Seguramente, César no se habría percatado de que él sí sabía de aquella herida en el pie que, pese al paso del tiempo, se negaba a cicatrizar del todo y que, de tanto en tanto, volvía a sangrar. Siguió las huellas y se encontró de golpe con César, temblando de frío, abrazado al cuchillo. Se acercó lentamente para darle una mano, pero este reaccionó violentamente contra él, atacándolo con el arma.

-         Aléjate de aquí, César. Ya ha sido suficiente.
-         No voy a dejarte aquí y en esas condiciones. Además, tienes mi cuchillo y lo quiero de regreso.
-         ¿Ahora lo quieres de regreso? Pues he visto que no te ha importado dejarlo en mi casa hace una semana.
-         Yo no lo he dejado, tú lo robaste.
-         Veo que todavía no caes en razón. Mal, Andrés, muy mal. Puede que sea tarde cuando te des cuenta de todo. Es mejor que te detengas.

Andrés sintió pasos que se acercaban y se volteó para ver: no había nadie. Cuando volvió la mirada hacia César, este ya no estaba en su lugar.

-         ¡César, ven aquí!
-         No, Andrés, por favor. Yo no he hecho nada.
-         Ven aquí, te dije.
-         Andrés, no –el grito de César, extrañamente, era de súplica. Un grito agudo y doloroso, de alguien que estaba sufriendo.

Se quedó perplejo y sintió que la sangre se le helaba. Entonces entró en razón: César ya estaría rumbo a su departamento, esperando el momento preciso para atacarlo. Era la única explicación para la desaparición del cuchillo luego de esa fiesta de la cual no lograba recordar demasiado. Sí, César era el ladrón del cuchillo y ahora había enloquecido. Por eso no contestaba los llamados telefónicos y quería instalar esa atmósfera de enigma entorno a su supuesta desaparición. Por eso no había querido abrir la puerta, por eso la comida putrefacta como si no hubiese estado en la casa. Por eso su aspecto desaseado, como si su cuerpo estuviese en descomposición. ¡Todo era un invento! Y ahora debía ya estar esperándolo en el salón de su departamento, con el cuchillo en la mano, quizá amenazando a Camil.

-         ¡Camil! –recordó de pronto y sacó su teléfono-. ¡Mierda, Camil, contesta!

El teléfono había recuperado la señal, para su buena suerte, sin embargo, marcó varias veces hasta ser derivado al buzón de mensajes. Pateó el suelo para expresar su furia y huyó corriendo del Parque rumbo hacia la normalidad de la ciudad. Luego comprobó que el parque no estaba cubierto de nieve como había visto en un principio ni tampoco había huellas marcadas con sangre: las únicas huellas existentes eran las que habían dejado marcadas sus zapatillas al momento de ingresar.

Ingresó a su edificio corriendo y esperó a la llegada del ascensor, que estaba tan solo 1 planta más arriba. Cuando el ascensor descendió y abrió su puerta: se encontró con el vidrio que estaba roto y manchado de sangre. Ingresó rápidamente y marcó el número de su planta, sintiendo que la sangre se le pegaba al momento de pisar. Mantuvo la respiración, al ver que una enorme mancha de sangre avanzaba hacia él. Cerró los ojos: todo era producto de su imaginación, estaba enloqueciendo. Seguramente, al abrir la puerta, encontraría que todo estaba en perfecto orden, como cuando él lo había dejado. Nada malo estaba ocurriendo y, quizá, César tenía razón al hablarle de su constante paranoia.

Cuando abrió la puerta, contuvo la respiración y observó que todo estaba en orden. Cerró la puerta: las manos le temblaban. La idea de encontrarse frente a frente con César era algo que le aterraba, sabiendo lo que podía suceder.

-         ¿Camil, estás?

Tenía la voz entrecortada por el temor. Dio un paso adelante y contuvo la respiración. En su imaginación daban vueltas las imágenes del cuerpo de Camil siendo despedazado, lentamente, por el ladrón del cuchillo. Tenía miedo de encontrarse con los pedazos del cadáver dispersos por todo el salón, con César esperándolo para hacerle lo mismo.

-         ¡Camil!

Ingresó al salón y vio que todo estaba en orden como lo había dejado al momento de salir. Hacía varios días que no se topaba con Camil, pero debía de estar ahí. De pronto sintió pasos que se acercaban por el pasillo.

-         ¿Qué te sucede, tío?
-         Estás aquí –respiró aliviado.
-         Claro que sí, hombre. Ya voy.

Andrés permaneció de pie, cerca de la televisión, dando la espalda al pasillo. De pronto sintió pasos que se le acercaban. No alcanzó a voltearse al momento en que, de golpe,  caía de rodillas al suelo: todo se fue a negro. Oyó, a lo lejos, una risa que le parecía conocida.

-         Otra vez, Andrés, has sido víctima de tus propias locuras. La verdadera pregunta es si es que acaso volverás a caer una vez más.

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