domingo, 10 de abril de 2011

06. Ya comienza a llover otra vez.


El sol sobre Albacete era un bien que le parecía notable, sobre todo cuando llevaba varios días conformándose con uno que otro rayo de sol huidizo. Aunque la presencia de sol no era algo que garantizase una temperatura agradable: como de costumbre, la bufanda muy apretada en torno al cuello, el gran abrigo y los guantes que le cubrían las manos. Esperaba… no sabía bien lo que estaba esperando, pero sabía que esperaba. Esperaba, tal vez, a ver la tarde, a ver la lluvia que algún día llegaría. Esperaba encontrar el momento preciso para acercarse y romper todos los límites que habían mantenido congeladas las cosas hasta ese entonces. Llevaba lentes oscuros que cubrían su mirada y que le permitían ocultarse de algunas personas que no quería ver ni saludar: su única intención era pasar lo más desapercibido posible, a tal grado que había dejado el teléfono móvil en su habitación. Era la tarde en que no quería hacer nada, no quería hablar con nadie.

La fuente lanzaba chorros de agua hacia el cielo de manera rítmica y el ruido del agua producía una relajación extraña en medio de la ciudad. Levantó la mirada y le pareció ver que alguien observaba desde lo alto: una ventana se cerraba de improviso, luego de que alzase la vista. Se puso de pie un poco asustado y luego se detuvo, casi paralizado, al sentir una mano que le tocaba el hombro. Hasta el momento, no había nadie alrededor y la Plaza del Altozano era de su total y completa jurisdicción, no quería a nadie más. Solo vio una sombra y la mano que continuaba sobre su hombro. De pronto, vio flashes que iluminaban su sombra, como si fuese un objeto de interés de muchos, como si fuese un rockstar. El sonido de un metal que chocaba era algo ensordecedor y temible que evitaba oír, pensando en cualquier otra cosa. 



-         ¿Escuchas esto? Que sí, sí los escuchas. No habrás pensado que te ibas a salir con la tuya, ¿verdad? ¿No habrás pensado que... ?
-         ¡Nada! No he pensado nada.
-         Pues yo te he visto pensar demasiadas cosas. Has intentado huir de la realidad muchas veces y sabes que eso no puede ser por siempre.
-         Ya llegará el momento en que sí pueda ser para siempre.
-         No quiero oirte.
-         Siempre haces lo mismo.
-         ¡Vete de una vez!
-         No, me iré, porque sé lo que vas a hacer.
-         Ya comienza a llover otra vez.

Todo estaba tan oscuro que apenas podía divisarse la palma de la mano sobre la nariz. Se había cortado la luz en Albacete, cosa bastante extraña, y solo las luces de los vehículos que deambulaban cerca del Eroski parecían ser lo que le guiaba. El camino estaba cubierto de agua y todo parecía convertirse en un río. Albacete no parecía ser un lugar seguro, es más, parecía ser un lugar de tormenta en el más amplio sentido de la palabra. Caminaba con la cabeza baja, mirando el suelo lleno de posas que en cualquier instante producirían un accidente. No conocía a nadie en ese lugar tan extraño, tan diferente a lo que había visto la primera vez. No había nada alrededor de la Plaza del Altozano y todo era una eterna sombra que le daba miedo. Caminaba en calles imaginarias y en la medida que avanzaba, era el recuerdo lo que le permitía ir reconstruyendo esas calles que no existían. ¿De dónde habían salido todos esos recuerdos de locaciones inexistentes? Albacete no era un recuerdo. Ese lugar era un fantasma que se había superpuesto como un disfraz a las calles que recorría todos los días.

Se llevó las manos al bolsillo y encontró un arma que estaba cargada. La tomó en sus manos, al instante en que una luz de la nada le permitía ver lo que tenía: efectivamente, estaba cargada. Efectivamente, estaba vestido con su chaqueta oscura y la capucha que lo cubría de la lluvia, con los pies que avanzaban sobre las posas de agua que se formaban al interior de su calzado haciéndole sentir mucho frío y humedad. Avanzaba en dirección hacia el Parque Abelardo Ahumada, sin saber por qué: no era seguro que ese lugar fuese real. Todo había sido consumido por el fuego y aún podía divisar restos de humo que salía de la tierra y los vestigios de una civilización. Asimismo, había algunos cadáveres y cuerpos agonizantes con la ropa destruida y la piel llena de sangre, gimiendo y pidiendo ayuda. Su aspecto era temible, por lo cual, decidió que salir corriendo era la mejor opción. Aunque no se percató de que uno de estos seres agónicos había avanzado hasta su camino y, prontamente, lo detuvo de un tirón que lo hizo resbalar contra la baldosa y golpearse la cara. Se volteó para ver que tenía una mano ensangrentada aferrada a la pierna, impidiéndole continuar.

-         No. No sigas.
-         Suéltame.
-         No lo hagas.
-         Te dije que me dejaras. Hazlo.
-         Ya lo has hecho y lo volverás a hacer. Por favor, no lo hagas.

Se quedó en el lugar, observando al ser agónico que le impedía el paso. Era un muchacho de cabello castaño, ensangrentado y herido, respirando apenas. Lo miró a la cara y entre tantas huellas de una muerte cercana, le parecía encontrar un rostro conocido. Sin embargo, no tenía tiempo para permanecer bajo la lluvia. Debía buscar su casa. Se puso de pie como pudo.

-         ¡Andrés!

Fue la última palabra del muchacho antes de lanzar su último grito de dolor: Andrés lo golpeó fuertemente con el pie hasta librarse completamente de él. El cuerpo quedó sobre las baldosas con una mancha de sangre que avanzaba con el río que se iba formando en las calles. La ciudad entera era un laberinto de agua que avanzaba a través de canales por los cuales flotaban los cuerpos en putrefacción y los esqueletos de aquellos que ya habían muerto hacía tiempo.

Continuó avanzando hasta encontrar un edificio que le parecía conocido, frente al Corte Inglés de Avenida Hellín. Miró hacia atrás y vio que todo era una sombra. Ingresó y subió las escaleras, abrió la puerta y vio las luces encendidas. Todo era silencioso, pero había huellas que le indicaban la presencia de alguien. Miró hacia el exterior a través de las ventanas: el piso en altura flotaba en medio de la nada, mientras todo alrededor era una enorme llamarada que parecía ir aumentando en la medida que la lluvia aumentaba su violencia. Su cuerpo húmedo iba dejando huellas de agua al momento en que avanzaba por el pasillo, internándose en las habitaciones que desconocía. Sabía que a alguien iba a encontrar. Sin saber en qué momento lo había tomado, llevaba un enorme cuchillo en su mano, cuyo filo brillaba a la luz de las lámparas encendidas. Goteaba sangre, como si recién hubiese sido ocupado para cortar carne.

-         ¡Andrés! ¿Qué haces acá?
-         ¿Quién eres tú?
-         ¿Qué te sucede, hombre? Soy yo, Oscar.
-         ¿Oscar?
-         Sí, tu amigo.
-         Ah, muy bien. ¿Qué haces acá?
-         Tú te has fumado algo, estoy seguro. Estás en mi piso. Yo debería preguntarte qué estás haciendo acá.
-         No lo sé. Afuera todo arde en llamas.
-         Siéntate, amigo. Otra vez has estado fumando esa mierda que te he dicho que dejes. Pero ya se te va a pasar. Deja el cuchillo ahí.
-         No. ¿Cómo sé que debo confiar en ti?
-         ¿Estás loco? Entrégame ese cuchillo de una vez.
-         ¿Tú lo mataste verdad?
-         No, Andrés. Bien sabes que no. Deja de evadir la realidad.
-         ¡No estoy evadiendo la realidad! Tú fuiste, sí, tú fuiste.
-         Cálmate y siéntate. Y deja ese cuchillo ahí.
-         ¿Para qué? También querrás matarme. Lo sé, lo sé.
-         Estás loco.
-         Lo sé, mira la lluvia. Nunca olvidaré esa lluvia torrencial en la Plaça de Catalunya.
-         ¡Eso ha sido hace años, Andrés!
-         Pero yo no lo he olvidado.
-         No ha sido nada. Déjalo.

El tal Oscar se acercó a Andrés con intenciones de quitarle el cuchillo, sin lograrlo. Antes de que su oponente tuviera tiempo a reaccionar nuevamente, se abalanzó sobre él, poniéndole las manos al cuello. Andrés lo miraba desde el suelo, sin poder respirar: el cuchillo se le había caído de las manos y hacía su mayor esfuerzo por agarrarlo nuevamente con las manos. Oscar tenía fuerza: su mirada oscura sonreía mientras lo aprisionaba cada vez con más fuerza.

-         Sí, mira la lluvia. En la lluvia morirás, Andrés, sí, como aquella vez.
-         ¡Por qué lo hiciste!
-         Porque has sido el único estúpido que me ha creído. Ah, sí, Camil también.
-         ¡Tú tuviste la culpa!
-         No, yo no he hecho nada, Andrés. Yo me he quedado acá, a lo lejos, viendo cómo todo sucede –rió.

Andrés logró tomar el cuchillo y, haciendo grandes esfuerzos, logró clavárselo a su enemigo por la espalda. Oscar lo liberó al sentir la clavada que manchaba de sangre su polera. Cayó contra la pared y Andrés pudo respirar nuevamente, levantándose. La lluvia chocaba con estrépito contra las ventanas que estaban abiertas, permitiendo que el agua inundase el interior de la habitación. Andrés tomó nuevamente el cuchillo y lo mantuvo en sus manos, mientras el arma goteaba la sangre que provenía de carne recién cortada.

-         ¡Tú fuiste!

Oscar intentaba huir, arrastrándose por el suelo, mientras Andrés le clavaba una y otra vez el cuchillo. El arma le alcanzó los tobillos y con un corte preciso lo inmovilizó para siempre, dejándolo a su disposición.

-         ¡Andrés, no!

El cuchillo le atravesó el cuello. El cuchillo le atravesó la planta del pie. El cuchillo le atravesó varias veces el pecho. El cuchillo le hirió varias veces el abdomen. El cuchillo hizo sangrar sus piernas. Finalmente, arrastró el cuerpo y lo dejó en el salón. Cerró con llave la puerta al salir y guardó el cuchillo en su pierna. Estaba agotado por lo que acababa de suceder. Se limpió las manos en la lluvia que caía sobre las sombras, observando el departamento flotante sobre el cual yacía el cadáver de ese tal Oscar.

La lluvia caía sobre Albacete con la brutalidad de una gran tormenta, la que había estado esperando desde hacía mucho tiempo. Se sentía mareado y toda la oscuridad le aterraba: no entendía lo que estaba sucediendo. No recordaba nada.

Se había pasado toda el día en la universidad: tantas actividades en la cabeza se transformaban en una enorme laguna mental de tiempo. Había mirado el reloj a las 12 del día y luego, pasadas las 9 de la noche. Tenía varias llamadas perdidas de Camil, por lo que comprendió que debía de estar preocupado. ¿Cómo había sido posible que se quedara dormido por tanto rato en los pasillos de la Facultad de Humanidades y que nadie lo hubiese despertado? El embrujo de ver la lluvia que caía, a través de los ventanales, le había producido tan relajo que se había olvidado completamente del mundo. Incluso, había olvidado que tenía que ir a la Plaza del Altozano a tomar unas fotografías para un encargo. La lluvia parecía un río que caía sobre él, directamente desde el cielo y con toda la brutalidad de una cascada: odiaba las tormentas. 

Fotografía: Plaza del Altozano, Albacete, España. 

1 comentario:

E dijo...

quién dijo ostranenie? :S