domingo, 17 de abril de 2011

07. Noción del tiempo.


Sentado sobre las baldosas del balcón, miraba la calle a través de la ventana. Esa mujer debía ser suya, a como diese lugar. Costase lo que costase. Hiciese lo que tuviese que hacer para hacerla suya. Había dejado la ropa en la lavadora hacía rato y seguramente ya debía estar lista, pero no le importaba nada más que pensar en una estrategia para conquistarla. ¿Conquistarla? No, en realidad esa no era la mejor forma. No sería necesario, porque ella acabaría amándolo como él a ella. ¿La amaba realmente? No sabía cómo definir esa extraña sensación de atracción que sentía por ella. Soñaba con ella, la imaginaba a su lado, la abrazaba y sonreía por el solo hecho de saber que ella existía. Pero no, no estaba enamorado. No, esa palabra era muy… extraña. No, no era amor, solo era una extraña necesidad de tenerla para sí, como un objeto. Como una extraña obsesión de verla día a día a su lado, de jugar a quitarse la ropa y de sentir placer corporal. Eso era lo que quería.

-         ¿Quieres venir conmigo?
-         Qué cosas dices, Andrés.
-         Solo eso. Que quiero que vengas conmigo.
-         ¿Dónde quieres que vayamos?
-         A mi piso.
-         ¿A tu piso? ¿Acaso tienes fiesta otra vez?
-         Sí… sí, hay fiesta como todos los fines de semana – rió, forzadamente.
-         No te creo. A ti te pasa algo que no me quieres decir.
-         No, no es nada.
-         Pues, si no es nada, entonces me marcho a casa. Si no me quieres contar, mejor me marcho.
-         No, Beatriz espera.
-         Tómate tu tiempo, hombre. Ya verás si me quieres contar tu problema o no.

Y la había tenido tan cerca, a tan pocos centímetros, lo preciso como para acercarse a ella de manera rápida y darle un beso. Así de simple. Pero nunca era capaz de actuar lo suficientemente rápido como para obtener lo que quería y su único remedio era quedarse con algún premio de consuelo bastante poco común, tal como ir a una chocolatería y quedarse mirando los transeúntes que caminaban por la avenida de España. O golpear objetos de madera que, en varias ocasiones, habían acabado causándole las extrañas heridas en las manos, cuya real causa jamás se atrevía a reconocer delante de la demás gente. De alguna forma, sentía que descargaba su ira y su cobardía, de no ser capaz de asesinar a aquellos que se le ponían en el camino como obstáculos. O bien, unos cuantos vasos de coñac hasta quedarse dormido en el sillón. Una vez más, se quedaba sentado en alguna banca de la universidad, a la espera de que se le ocurriese alguna idea para no regresar a encerrarse en su habitación.

Recordó de pronto que uno de sus amigos, al entrar en la cocina, le había comentado que le hacía falta algunos cuchillos. No recordaba desde cuándo que estaba en esa misma situación, pues le estaba fallando la noción temporal desde hacía algunas semanas… o meses, no sabía bien. A veces sentía que ya habían pasado varios años desde su aterrizaje en Barajas; en otras ocasiones, se sentía tan turista como si hubiese llegado recién. El campus de la universidad parecía estar desierto en el sector de humanidades, por lo que permanecer en ese lugar habría sido una buena terapia para sus constantes divagaciones y reflexiones respecto a su extraña forma de ver la vida. Muchas veces al pasar por las mismas calles, se sentía como si todo estuviese muerto. Como si él mismo fuese un muerto que caminaba: el asesino de una ciudad entera, convertida en un interminable cementerio de edificios silenciosos, y a la vez, una más de las víctimas de sus armas.

Caminó hasta llegar a la Plaza del Altozano, en busca de una cuchillería que le habían recomendado. Ingresó al lugar y se encontró con una gran variedad de objetos filosos que hasta le causaban un poco de miedo. El hombre a cargo de la tienda parecía tener mucho conocimiento respecto a la fabricación de cuchillas, por lo cual Andrés debió escuchar todas las historias respecto a la misma ciudad de Albacete, famosa por el rubro. Luego de una larga charla respecto a todo lo que había en el local, acabó comprando varios productos que esperaba poder estrenar lo antes posible.

Al llegar al Parque Lineal, vio que la ciudad seguía con ese extraño silencio de invierno. El frío hacía que la gente se escondiese en sus edificios y no apareciese quizá hasta cuándo. Cerró los ojos mientras avanzaba por la hierba: no había nadie alrededor. Miró hacia la calle de la Estación, donde hacía algún tiempo había tenido una de esas extrañas visiones que tanto lo atormentaban. Tuvo miedo de que algo como eso volviese a suceder, pero, si algo malo ocurría, tenía un cuchillo dentro de sus pertenencias durante ese momento, por lo cual podría defenderse de cualquier intruso. Caminó durante un instante, sin sentir la más mínima presencia humana. Una mujer caminaba por los alrededores y se alejó al verlo cerca, seguramente, su apariencia enajenada causaba cierto recelo.

-         Oye, tú
-         ¿Qué?

Una puñalada por la espalda lo hizo caer al suelo, de golpe. Se puso de pie de inmediato y no vio a nadie a su alrededor. Los cuchillos estaban empacados en el interior de su bolso, lugar donde habían sido guardados desde su compra. Todo fue tan sorpresivo que no tuve tiempo para intentar una caída relativamente correcta, por lo que se golpeó muy fuerte en una rodilla. El pantalón estaba intacto, pero el golpe le había producido una herida en la pierna. Nada grave, por lo que continuó su camino.


Cuando llegó al edificio de César, el cielo nuboso comenzaba despejar. Esperó el ascensor durante algún instante, para luego percatarse de que no estaba funcionando. Subió las escaleras hasta alcanzar la quinta planta, jadeando producto de la costumbre de subir en ascensor incluso al segundo nivel. Golpeó la puerta y esperó un instante.

-         ¡César! ¿Estás por ahí?

Entonces recordó que no lo había llamado. Seguramente no estaría. Tomó su teléfono y lo dejó sonar durante algún instante, pero no contestaba. Le pareció un poco extraño, ya que era día viernes y se suponía que no trabajaba durante esos días. Seguramente habría viajado a algún lado. Se disponía a regresar cuando la puerta se entreabrió lentamente, de forma casi imperceptible. Vio el halo de luz que salía desde el interior, por lo que empujó la puerta e ingresó.

-         ¿César? ¿Hola?
El interior del departamento estaba vacío. Los pasos de Andrés hacían eco entre las paredes desgastadas. Olía a algo extraño y provenía desde la cocina. Se dirigió hasta ese lugar y vio que había una olla con comida que estaba putrefacta; su aspecto no era muy bueno y daba la impresión de estar varios días ahí. César constantemente olvidaba limpiar y muchas veces la comida acababa echándose a perder y todo se tornaba apestoso. Andrés continuó recorriendo el lugar, sospechando que sucedía algo extraño.

-         ¿César?

Nuevamente tomó el teléfono en sus manos y marcó el número de su amigo. Sintió el ringtone que provenía desde la habitación, que estaba cerrada. Se acercó a la puerta y entonces alguien la abrió desde el interior. Era César.

-         César. Lo siento ingresar así de la nada, pero no me contestabas…
-         Está bien, Andrés. No hay problema. Me he enterado de que has sido tú, por tu llamada al móvil y te he abierto.
-         ¿Tú la abriste?
-         Sí, solo que no me has visto porque lo he hecho muy rápido. Para ver qué cara de susto ponías.
-         Me asustaste. Pensé que te había pasado algo.
-         ¿Lo dices por la comida en la olla? No es nada.

Lo invitó a sentarse en el sofá para luego traerle un vaso con Coca Cola. Se quedaron conversando durante un rato, sin que Andrés dejase de encontrar extraña toda esta situación. Los vidrios estaban excesivamente sucios y pese a estar las ventanas abiertas, todo olía muy mal. César estaba muy abrigado, pese a que la calefacción estaba encendida y mantenía una temperatura agradable.

-         Creo que dentro de estos días viajaré a algún lado.
-         Primero deberías ordenar un poco. Tu piso es un desastre.
-         No te preocupes, ya veré cómo le hago. ¿Te animarías a viajar?
-         No sé. No ando muy de ánimo de salir.
-         Pero, tío, ¿cómo es eso? ¿Es que te ha vuelto la locura, hombre?
-         No sé. Ando medio depre.
-         Hay que hacer algo por eso –César se quedó en silencio durante algún instante-. ¿Es que te ha vuelto el temor? No me digas…
-         No, por favor. No tiene nada que ver.
-         Andrés, dime la verdad.
-         Ya te lo dije. Debe ser que estoy cansado.

César lo miró durante un instante, en silencio y luego se dirigió a la cocina.

-         Ya vuelvo.

Andrés se quedó observando todo el lugar. Se puso de pie rápidamente antes de que su amigo regresara: las luces del gran centro comercial de enfrente iluminaban la calle mientras una que otra persona paseaba. El clima albaceteño era muy extraño y, al parecer, el frío no se querría ir aún. Sin embargo, por más que buscaba, no podía encontrar nada fuera de lo común. Caminó de regreso a su asiento y pisó algo: levantó el pie y se agachó al ver que se trataba de un cuchillo cocinero. Pero no era cualquier cuchillo, sino que era el suyo, el que había desaparecido desde hacía unas semanas desde la cocina de su departamento. Miró a todos lados y escondió el cuchillo debajo del sillón, pero quedando relativamente a la vista para que al regresar, pudiera sacarlo sin que César se diese cuenta de nada. Se dirigió al baño y, al regresar, el salón olía diferente. César estaba sentado mirando la televisión.

-         ¿Por qué me miras así, hombre?
-         ¿Hiciste aseo del salón? Huele diferente.
-         Tú estás mal de la cabeza, tío. Parece que aún no se te ha pasado tu…
-         ¡Ya córtala con eso!

Miró a todos lados y vio que el cuchillo no estaba en su lugar. Andrés comenzó a inquietarse: ¿cómo iba a ser posible que esto también fuese parte de sus alucinaciones constantes? Estaba seguro de haber visto el cuchillo. Claramente, César le estaba jugando una mala broma.

-         César, no estoy para bromas.
-         Que eres fome – se rió su amigo, hablando muy lento al mencionar la última palabra.

De pronto, Andrés se percató de que estaba solo en el salón. La puerta de entrada estaba entreabierta y el cuchillo no aparecía por ningún lado. Se levantó asustado y salió corriendo desde aquel lugar. Ya sabía lo que iba a suceder y tenía miedo: César estaría corriendo hasta su departamento y allí lo esperaría para comprobar qué tan efectivo era el cuchillo carnicero que le había robado. Mientras corría escaleras abajo, trataba de pensar en qué momento había desaparecido ese cuchillo, pero su noción del tiempo era algo bastante confuso durante las últimas semanas o quizá meses.

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