Son casi las 11 de la noche y vuelvo a volver. Vuelvo a dar vueltas entre esos pasajes oscuros y silenciosos de corriente subterránea en las cuales me ocultaba tantas veces para observar la ciudad hacia las alturas y recordar, una vez más, la pequeñez del ser humano. Las baldosas escarchadas en invierno, ardientes en verano: silenciosas todo el año. Siempre, absolutamente siempre, soledad. Ni la sombra se hacía presente en esas avenidas que quizá nadie más haya descubierto, donde quizá nadie haya percibido mis caminatas cuando ya eran las 3 de la mañana y las pequeñas lagunas se congelaban en la superficie cuando se me ocurría meter el pie para comprobar su consistencia. Un día la vi bailar en el hielo: era solo un espejismo, pero pude ver que se alegraba de verme. Era la rotonda obligada para cualquiera que venía por la Carretera de Valencia, desde donde observaba cada noche a las almas que deambulaban alrededor del Albacenter.
Me perdí tantas veces bajo el cemento que, mágicamente, levantaba pasadizos para que yo pudiese entrar. Allí encontré, en el tunel, varias almas aún escondidas del mundo: ¿a qué le tenían tanto miedo que no podían ver el sol? Algunos me dijeron que me temían a mí. Varias veces caminé por ese lugar intentando hacer poco ruido, procurando que mi calzado fuese lo suficientemente ligero como para que nadie se percatara de mi existencia. ¡Tantas veces quise ser como el viento que deambula a tanta velocidad que es solo perceptible como energía! Sí, ser energía de esa que es capaz de dar vuelta el mundo. Poder esconderme detrás de las figuras de la plaza iluminada por faroles antiquísimos y caminar toda la noche a la espera de poder ver el sol, recostado en medio de la calzada.
Y esa vez la vi caminando en medio de la calle. Quise pasar de largo, pero ella me detuvo y no supe bien qué hacer. Se acercó con tanta sutileza que me produjo escalofrío y una extraña sensación de placer al momento de abrazarme por el cuello. La miré a los ojos y desapareció en el acto. ¿Como saber si es que acaso la vería bailando sobre el hielo? ¿Cómo sabía si aparecería en la punta del Parque como de costumbre? ¿Cómo sabría si aceptaría acompañarme a comer queso frito al Atocha? Solo era una sombra, quizá un recuerdo de noches frías, del mar enloquecido que reventaba en las rocas y que luego salpicaba las avenidas repletas de turistas en el verano. Tanta la distancia, tantas las ilusiones que se confundían de realidad y de ficción: un hilo tan confuso como el propio pensamiento. Su imagen intermitente se desaparecía de un edificio que pese a estar iluminado, parecía no tener a nadie.
Continué mi camino de siempre, como un fiel viajero que no se detiene, que no logra establecer un lugar en el cual quedarse. Como un fiel viajero que solo tiene un lugar de origen, pero nunca un destino definitivo. Continué caminando por las baldosas congeladas de nieve ardiente del verano y la electricidad subterránea, sentado en el asiento de un paseo cuyo nombre no conozco y rememorando recuerdos de tiempos inexistentes.
1 comentario:
Podría acusarte de plagio y de varias cosas más, pero claramente tiene tu estilo. Mucho mejor que el cuento anterior :)
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