jueves, 4 de agosto de 2011

Cuentagotas

Una, dos, tres, quizá cuatro y ya no sé qué más. He estado mirando el cielo desde el amanecer y he visto tantos colores como personas existan en este mundo. Más bien, como almas rodeando el universo. El mundo se detuvo en el instante en que me senté y presioné el botón que estaba escondido tras la armadura de esa estatua; todas las estructuras volátiles del universo comenzaron a girar en torno a este mundo y, por un instante, el geocentrismo tuvo razón. 

Había estado sentado demasiado tiempo como para darme cuenta de que el mundo había comenzado a girar en otra dirección. La lluvia que caía eran gotas congeladas como los aros colgantes de aquella mujer que me obnubiló con su mirada tan profunda, con su sonrisa congelada en las fotografías que se extendían por el resto de la ciudad. La vi tantas veces al caminar por las grandes avenidas y la busqué hasta poder encontrarla. Me recosté sobre el pasto cuando la vi pasar sobre una camioneta, con esa misma sonrisa e imagen angelical de siempre y no tuve más remedio que salir corriendo tras ella.

La abracé, la besé y ella también me besó. Me quitó la ropa y yo le quité la suya, nos amamos en la vía pública sin preocuparnos de quien pudiese vernos, después de todo, las intervenciones urbanas de estos tiempos ya dan para todo. El ruido era la música de fondo y las gotas de lluvia, el despertador. Ya se habían pasado 3 buses y yo seguía en el paradero.

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