Tengo un fusil guardado en el bolsillo. Sí, aunque nadie me crea, siempre llevo guardada esta letal arma sin que nadie se percate de su existencia. Es así como me muevo por la ciudad, tranquilamente, atreviéndome a desafiar a cuando delincuente quiere acercarse a robarme algo o, en más de alguna ocasión, amenazando a otro delincuente de capucha roja tratando de asaltar a alguien que trabaja dignamente por obtener lo suyo. Cada día camino por un sendero diferente porque sé que, en cualquier momento, ellos podrían venir por mí. Ellos saben lo que estoy planeando y tienen miedo. No los culpo, ya sabemos cómo puede reaccionar cualquier ser humano producto del miedo.
Avancé hacia ellos que guardaban municiones en el interior de un edificio y la gente no sabía. La gente no tenía idea de que, al interior de ese recinto, proliferaba una gran cantidad de insectos, parásitos. Y lo peor de todo, es que se reproducían: delincuentes con insectos, insectos con insectos, delincuentes con delincuentes. Y todos, siempre, con una capucha roja con la cual se cubrían la cabeza al momento de enfrentarse ante otra persona. Tenían miedo de ser reconocidos y, naturalmente, eliminados, puesto que era tan simple como pisarlos y demostrarles que no iban a llegar a ningún lado. Al verme ingresar, intentaron hablarme de figuras abstractas: el mundo al revés, en la esquina venden la droga mucho más barata que en el centro y del campo de cultivos de marihuana que estaba próximo a germinar. Me apuntaron con la mirada varias veces.
Me apuntaron con armas que temblaban. Temblaban de ver que mi sombra estaba cubierta debido a la enorme cantidad de gente que avanzaba contra ellos. El lugar apestaba pues, claro, ninguno limpiaba y las moscas estaban por doquier. Moscas de capucha roja revoloteando, destruyendo construcciones que gente tardó años en elaborar. Moscas que se defecan en el esfuerzo de otros y que, con ojos verdes, conquistan a cualquiera con aparente dulzura. Pero seguimos avanzando.
Apuntamos y ellos apuntaron también. Fueron los primeros en disparar, pero sus armas se esfumaban, como la hierba que fumaban algunos holgazanes del segundo piso. Otro vagabundo intentaba sentarse en el techo: la droga le producía alucinaciones. Fue tan simple como tomar una manguera y sanitizar el lugar para que los parásitos desaparecieran y los delincuentes, lentamente, comenzaran a morir. No fue necesario efectuar un disparo para que las moscas de capucha roja se suicidaran por sí mismas: la droga les perturbaba la cabeza a un grado tal que su única utilidad sería la de ser abono para la tierra. Tarde se vinieron a dar cuenta que, de seguir revoloteando entre las heces, lo único que lograrían era ver cómo los edificios aledaños seguían creciendo mientras ellas, se hacían aún más pequeñas en la hierba.
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