Ya lo había decidido hacía algunas semanas, solo que no había tenido el tiempo: decidir una acción de ese tipo es algo que puede parecer acelerado si se considera que solo fueron semanas, en circunstancias de que la idea había venido a la cabeza desde hacía mucho más. Sin embargo, aún no tenía claridad de cómo lo iba a hacer: algunos decían que era más fácil dar un salto desde el piso 280 porque, al llegar al suelo, ya no me acordaría de nada; otros decían que sería bueno tomar un cuchillo carnicero y hacer picar carne mechada; tomar pastillas acabaría profundizando el mal del colon irritable, aunque también era una opción. Llené una botella con agua, casi de manera mecánica y me senté en la orilla de la cama, mirando el suelo quemado por los inciensos de antaño. Era el momento.
Cerré la puerta con llave y me aseguré de que nadie estuviese alrededor; ya había sido demasiado el tiempo para el arrepentimiento y ahora era el momento de actuar. Me subí al techo y amarré un cordel que quedara firme, sin embargo, me dio miedo pensar que iba a quedar colgando y que mis pies no podrían sujetarse al suelo: a cualquiera le podría dar vértigo. Corrí descalzo hasta la cocina, aparentando la inexistencia desde ese preciso momento en que mis pisadas eran inaudibles, y tomé todas las pastillas que encontré: vitaminas, tranquilizantes, antidepresivos, analgésicos, antiinflamatorios, antibióticos... etc. Todo un menjunje medicinal, más una botella de ron abierta hacía por lo menos un año y que, de solo olerla, podía comprobar que estaba putrefacta. ¡Me sirve! pensé. Regresé a mi habitación con una extraña sensación de culpa que no permití que me detuviera.
Arrojé todas las pastillas sobre el escritorio y observé mi rostro pálido en el espejo: ¿hacía cuánto tiempo que había adelgazado y todavía pensaba en el sobrepeso? Estaba mucho más flaco de lo que había pensado hasta ese momento, pero, más que intentaba, no lograba encontrar una imagen de mí mismo que me dejara satisfecho. Era siempre lo mismo: era cosa que no era yo, esa apariencia que no tenía belleza alguna. Lancé el espejo contra el suelo y lo vi quebrarse en mil pedazos: mi imagen se dividía en esos espejos arrojados en el suelo. Tomé todas las pastillas que pude alcanzar con la mano y me las llevé a la boca, para luego dar un sorbo de ron añejo, putrefacto, apolillado y moribundo. Sentí un buen sabor, sonreí. Me arrojé al suelo de pronto, no sé si resbalé, no sé si fue involuntario.
Había vomitado lo suficiente como para adelgazar aún más y ya sentía los huesos de las costillas que chocaban contra el suelo. No podía moverme. No sé, ¿estoy vivo? ¿estoy muerto? ¿Qué? No entiendo nada y la solución que pretendía darme las respuestas solo acabó confundiéndome aún más. Vi mi cuerpo arrojado en el suelo, con pedazos de vidrios clavados en los brazos, estaba pálido, desangrado. ¿Que no había muerto por intoxicación de pastillas? Entonces, ¿por qué mi cuerpo estaba desangrado?. No, no, no. Eso no era lo que yo había planeado. Sentí el electroshock en el pecho y vi mi cuerpo que saltaba, pero los huesos de ese ser horrible ya no reaccionaban. Era mi forma de salvar al mundo.
¿Era ese el final que estaba esperando? Me sentí libre al fin, pero aún cargaba la angustia, abrazada a mi cuello, presionándome el pecho e impidiéndome respirar. Abrí los ojos: estaba arrojado en el suelo con las pastillas sobre el escritorio y el espejo roto que se me clavaba en un costado. Tenía la pistola sobre el pecho.
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