domingo, 19 de junio de 2011

15. Un juego peligroso.


Cuando Andrés llegó a su casa, eran casi las 7 de la tarde. Reposó un instante en el sillón mientras descansaba: el ascenso por la calle Almirante Montt a veces le producía un poco de agotamiento, aunque no por eso le desagradaba vivir en el Cerro Alegre. De vez en cuando, salía a caminar por el paseo Atkinson para ver los colores de la Joya del Pacífico que, por las noches, parecía tener más vida que durante el día: luces que se perdían en las alturas de los cerros donde cualquier persona se sorprendería por ese tipo de construcción tan peculiar. Dejó sus cosas en su habitación y luego regresó para encender la televisión: sirvió unas galletas en un plato mientras divagaba su mente en busca de algún canal interesante. Al poco rato, vio llegar a Jaime.

-          Hola.
-          Hola –respondió sin mayor interés.
-          ¿Hasta cuándo vas a seguir con esa misma actitud, Andrés?
-          No lo sé. Hasta que tú pienses un poco mejor las cosas.
-          A ver. Hace poco me accidenté y todavía no me recupero del todo. ¿Puedes dejar de pensar un poco en ti mismo y darte cuenta de que existe más gente alrededor?
-          Has tomado lo de tu accidente como excusa para todo. ¿No te parece un poquito aprovechador de tu parte?
-          ¿Sabes? Mejor no sigo conversando contigo, no hay caso. Cuando se te pase la tontera, si quieres hablar como persona civilizada, voy a estar en mi pieza.

Andrés no respondió. Continuó jugando con el control remoto mientras su hermano subía las escaleras en dirección a su habitación. Luego de algunos instantes, también subió a su habitación, caminando lentamente por el pasillo: en algún momento limpiaría el desorden que había dejado en la mesa contigua al sillón. Se acercó a su ventana y corrió la cortina: era verano en el Pacífico y la luz se extendía hasta casi las 9 de la noche, aunque ya divisaba algunas luces en los cerros. El mar estaba tranquilo. Los barcos se van y vienen acá, disfrutan la orilla y luego se van. Sacó del cajón de su velador su pastilla: nunca había sabido qué era lo que contenía, pero según había podido investigar, era para controlarse. ¿Controlar qué, si se sentía tan bien? No había nada extraño en su vida. Tomó el vaso de agua que estaba encima del libro de Roberto Bolaño que le habían regalado y miró los cuadros que habían en su habitación: el paseo con su hermano al Lago Llanquihue. ¿Qué era lo que estaba pasando para que todo se estuviese tornando tan negativo? Eran casi las 9 de la noche cuando decidió acercarse a la habitación de Jaime.

-          Hola, Jaime.
-          Hola. Pasa.
-          Gracias. Quiero conversar.
-          Siéntate –le indicó la silla del escritorio, mientras dejaba el libro sobre la cama.
-          Siento que esto no está nada bien.
-          Obviamente no está bien.
-          Es que tú nunca me quieres escuchar…
-          No empieces con eso. Yo podría decirte lo mismo a ti.
-          Pero es que es verdad.
-          Tú tampoco quieres escuchar lo que yo te digo. Solo me echas la culpa a mí. Admite que la culpa la tenemos los dos.
-          No sé…
-          Yo ya te dije que no me iba a pelear contigo por un tema tan estúpido. ¡Somos hermanos, Andrés! No puede ser que hayamos llegado a esto por… eso. Lo único que te importa es el dinero, la herencia.
-          Es un tema importante, aunque tú no lo valores.
-          No valoro el dinero, te valoro a ti porque eres mi hermano. Podrías intentar hacer lo mismo.
-          Claro que te valoro, Jaime.
-          ¿En serio? Por eso cambiaste tu actitud cuando supiste la verdad sobre la herencia.
-          Yo solo quería que llegáramos a un acuerdo.
-          Yo ya te dije que no estoy interesado en el dinero. Quédate con el 80% si quieres.
-          ¿En serio?
-          Ya te lo dije mil veces. Me da mucha pena que no te importe ninguna otra cosa.

Jaime se puso de pie y caminó hasta la ventana que estaba abierta. Como era su costumbre, caminaba descalzo y en boxer, con una camiseta azul. Se detuvo un instante a mirar los cerros que ya comenzaban a iluminarse. Apoyó las manos en la madera.

-          Pareciera que lo único que piensas es que me quieres ver muerto para poder quedarte con todo el dinero. Quédatelo todo si eso es lo que te hace feliz. No voy a reclamar nada. No me interesa.

Andrés salió cabizbajo de la habitación. Bajó corriendo a la cocina y abrió el refrigerador: había ron. Bebió directamente de la botella hasta dejar la mitad. Sintió que todo comenzaba a dar vueltas. Tomó un cuchillo, que cayó al suelo. Nubes, formas difusas, ruido extraño, voces del más allá que le hablaban de que tenía que hacer una cosa, otra, tal vez la primera, tal vez ninguna o quién sabe qué. Abrió los ojos nuevamente y se vio caminando por el pasillo rumbo a la habitación de su hermano que, al verlo, se puso de pie rápidamente.

-          Andrés, qué estás haciendo…
-          Nada, hermanito, solo quería venir a darte un abrazo.
-          Ándate de aquí.

No alcanzó a cerrar la puerta, porque Andrés ya estaba dentro de la habitación. Dio un manotazo al aire y Jaime lanzó un grito de dolor, al momento en que su camiseta se rompía a la altura del pecho. Su mano se manchó de sangre. Andrés lanzó otro golpe al aire y la camiseta se rasgó en una costilla.

-          ¡Andrés, para!
-          No sé lo que estoy haciendo, pero creo que es lo mejor.
-          ¿Lo mejor? Siempre quisiste hacer esto –Jaime lloraba, respirando con dificultad mientras intentaba huir.

Se apoyó en la pared, al momento que el cuchillo le atravesaba el pecho hasta chocar con el cemento. Cuando Andrés lo quitó, estaba manchado de sangre y pintura. Jaime se apoyó en la muralla mientras descendía hasta sentarse en el suelo. Apoyó sus manos en el suelo e intentó arrastrase, instantes en que Andrés lo sujetaba del tobillo derecho para clavarle el cuchillo, primero en uno y después en el otro. Apenas eran audibles los gritos de auxilio que su hermano lanzaba al aire, pidiéndole que dejara de hacer eso, que se podía quedar con toda la herencia, que a él no le importaba, que él era su hermano y eso era lo único que le interesaba, que no más, no, no, no, por favor, Andrés, no sigas, me duele, por favor, no, no, no, me estás matando, ¿te das cuenta? ¡Eres un asesino! ¡Te has convertido en el asesino de tu propio hermano! ¿Se te olvida que eres mi hermano, mi mejor amigo, con quien tenía la confianza de hablar de todo, de confiarle cada pensamiento? El cuchillo le atravesó la planta del pie, derramando sangre por sobre los dedos hasta llegar al suelo.

Se detuvo por un instante y dejó a Jaime boca arriba. Lo vio respirar agitado, con toda su ropa destrozada por las puñaladas, con su piel herida y sangrante, con aspecto moribundo, como el de un juego de infancia en que debían imitar distintas situaciones planteadas por el resto del grupo. ¿No era divertido? Si siempre habían sido buenos para jugar, para pasarlo bien. Se acercó para darle golpes en la cara: vio que sus manos también se manchaba de rojo.

-          ¿Te gustó el juego, Jaime?
-          Andrés, esto no es un juego. Lo que acabas de hacer no es un juego.
-          Yo solo… estaba jugando –miró el cuchillo que tenía en las manos. Se puso de pie y lo dejó en el suelo.
-          Ha sido el juego más peligroso que has hecho.
-          ¡Pero gané! Yo me quedo con todo.
-          Sí, me ganaste. Pero no sé qué vas a ganar –sus palabras eran entrecortadas.

Tomó el cuchillo con sus dos manos y lo alzó al aire. Jaime vio el cuchillo en la altura y mantuvo los ojos abiertos: ya sabía lo que iba a suceder y, pese a todo, quería estar conciente de que había sido su propio hermano el que lo estaba cometiendo. Debía asegurarse de que él recordara para siempre su mirada, lo que había hecho. El cuchillo se clavó con tal fuerza en su pecho que Jaime dio un salto, mientras le abría la piel hasta las costillas. Una enorme mancha de sangre se extendió por sobre la alfombra. Dejó el cuchillo sobre el velador, desde donde las gotas caían al suelo. Salió de la habitación y miró atrás: el cuerpo de Jaime yacía en el suelo, completamente ensangrentado, con marcas de puñaladas hasta en la planta de los pies.

Abrió los ojos y vio que se había quedado dormido con el libro sobre la cabeza. Eran las 09.30 de la noche y ya debía salir pronto donde sus amigos. Se cambió de ropa y se duchó. Tal vez sería una buena decisión la de invitar a su hermano a la fiesta, para que después de algunos tragos, se les soltara la lengua y se relajaran, olvidaran todo los malos ratos y volvieran a ser tan amigos como lo habían sido antes de que surgiera el problema de la herencia.

-          ¿Jaime? –golpeó la puerta-. ¿Te parece si vamos juntos?

No obtuvo respuesta, por lo que pensó que su hermano estaba durmiendo. Salió de la casa y sintió un poco de frío. Después de todo, habían anunciado una tormenta que nunca llegó, pero, al menos, sí se notaba el cambio en el clima primaveral de la época. Se fu caminando por el paseo Atkinson, observando las luces de los cerros que se encendían hacia los cerros, iluminando de una manera muy especial la ciudad. Valparaíso era la ciudad más apasionante que hubiese conocido en toda su vida, una ciudad en la que quisiera estar por siempre, sentado mirando el mar: el amanecer, el mediodía, el atardecer, la medianoche… todo.

La sombra cayó al suelo, produciendo gran estrépito en aquella silenciosa calle albaceteña que pasaba tan desapercibida que no era extraño que alguien pensara que no existía. Se escuchó un gran grito luego del disparo que espantó hasta el ruido ambiental de los edificios aledaños. Todo quedó en silencio, suspendido en el aire ante la mirada de algún curioso que se acercó hasta el lugar, desviándose de su tránsito normal, para ver qué era lo que sucedía. Albacete era un lugar tranquilo en el que pocas veces sucedía algo como eso, por lo que era evidente que cualquiera pudiera sentirse sorprendido. Todo se había detenido en ese instante en que la gente dejaba de avanzar, una mancha de sangre que había salpicado el aire en gotas pequeñas que descendían en cámara lenta hasta ensuciar el pavimento siempre tan limpio, siempre tan bien cuidado. El viento parecía traer el recuerdo de algunas palabras e historias extrañas, silbando en los rincones ocultos, silbando sobre las cabezas de personas que, detenidas por culpa del tiempo, caminaban a varias cuadras de distancia del lugar. Nadie se había dado cuenta de nada, del alboroto que se tejía entre esos rincones, del cadáver que había caído sobre el pavimento y que aún respiraba un poco agitado.

       -     ¿Te gustó el juego, Beatriz?
Beatriz dio un enorme grito antes de desvanecerse sobre los brazos de un policía que la alcanzó.

-          Señorita, ¿se encuentra bien?
-          ¿Qué cree? ¡He estado a punto de morir! Necesito un poco de descanso.
-          La llevaremos a un hospital. Quédese tranquila.

El policía se sentó a su lado, en la acera. Rápidamente, alguien le trajo un café que ella agradeció con una sonrisa. El cadáver de Andrés yacía en el suelo, al momento en que llegaban los equipos especializados. Beatriz sintió escalofrío de ver su rostro: los ojos abiertos, las manchas de sangre que le aparecieron en la ropa por todas las heridas de antaño que ahora volvían a tomar fuerza. Siempre había sido un prófugo de todo, de su vida, de su cuerpo mismo. De su mente sobre todo, porque nunca había podido controlar esa personalidad bipolar que lo había llevado a hacer tantas cosas de las cuales siquiera lograba tener recuerdo.

Levantaron el cadáver en una camilla al momento en que lo cubrían. Los transeúntes observaron durante un instante y luego continuar caminando por las calles como si nada hubiera pasado. Seguramente, aparecería la noticia en algún diario local, quizá nacional. Tal vez quedarían inconclusas muchas preguntas periodísticas. Beatriz observó el procedimiento con cierto temor y a la vez, tranquilidad: se acabaría todo y quizá su vida recobraría la normalidad. ¿Volvería Albacete, también, a ser lo mismo que antes? 

 

Fotografía: Calle Alcalde Conangla, Albacete, España. 

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