Antes de cerrar los ojos, caminó algún instante alrededor del fuego: los cuadrados pintados de azul eran toda una atracción para cualquier caminante que encontrara esos vestigios, milenios después. Aún estaba un poco mareado producto del golpe: nadie estaba preparado para enterarse de tantas cosas al mismo tiempo. El sabio se lo dijo varias veces, pero entre locuras de alcohol, pocas de sus palabras eran realmente creíbles. Aunque, ahora, pensaba que tal vez no estaba del todo equivocado. Buscaba el fuego inexistente ante la vista de todos, porque se escondía bajo las infinitas capas de hielo que se habían afianzado a la fuente de agua de la plaza de Porvenir, esa pequeña localidad de la Tierra del Fuego, donde las rachas de frío parecían ser ensordecedoras.
Recordaba sus paseos de infancia por ese camino, recordaba una y otra vez los ojos verdes y tristes de Beatriz. Recordaba esa promesa que nunca expresó de manera verbal, pero que le había quedado en el inconciente luego de la última carta que había recibido, donde ella entendía todo. ¿Todo? Tal vez no todo, porque no había sido capaz de confiar en él, de esperarlo. Pero, ¿acaso él la había esperado a ella? No había sido precisamente el mejor ejemplo en cuanto a cumplimiento. Recordaba esas noches de frío abrazado a su regazo, sintiendo su piel blanca y tibia, descubriendo un universo paralelo a cada segundo que el tic tac de la medianoche hacía retumbar en las miradas de los ancestros escondidos en sus calles. Allí venía un transbordador, ocultando mercancías, transportando espíritus, destacando historias... cumpliendo tantos deja vú. Y es que aún, varios años después, mantenía grabado a fuego el sueño en que recorría la frialdad enamoradiza de ese paisaje tan congelado.
Miró al cielo y vio las estrellas amontonadas sobre la oscuridad: hacía poco que había acabado la ventisca y el universo se extendía con todo su esplendor. Sus huellas quedaban marcadas en la nieve que cubría las calles. Infructuosamente, buscaba en el horizonte las luces de la lejana Punta Arenas que estaba del otro lado del Estrecho de Magallanes... ¡tanta distancia, tantos sueños, tanto esfuerzo... tanto había nadado para llegar a sus brazos! Tanto que no había sido suficiente para volver a encontrarla en esos lugares donde la besó en sueños. Pero fue un sueño tan real que parecía certero. Lo surrealista también tenía una base concreta. Vio al anciano sentado en la orilla, a punto de congelarse, agachando la cabeza.
Antes de cerrar los ojos, la corriente congelada de la mezcla de océanos humedecía la nieve, transformándola en una mezcla extraña que al día siguiente, seguramente, amanecería congelada para que las doncellas resbalaran y pudieran ser capturas por el instinto insaciable del mar. Todos os días desaparecía una sirena. El agua lo cubría de hielo. Esa madrugada, las sirenas cobraban venganza. Había que hacerlo rápido: nadie debía perderse el espectáculo, nadie debía de cerrar los ojos.
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