jueves, 5 de mayo de 2011

Agujero en la tierra.

Reposó sobre la hierba, exhausto, cuando el sol le pegaba en la cara. Era un sol frío, un sol de invierno que congela las ramas de los árboles y la tiñe de color blanco con el paso del viento. Pero sonrío: echaba tanto de menos volver a ver ese cielo celeste en su máximo esplendor, sin una sola nube cubriendo su magnífica imponencia. Su pecho estaba agitado aún y el olor a la tierra húmeda se le pegaba a la piel y una gota se sudor frío le corría por la cara. Había sido tan difícil, pero al menos ya podía volver a respirar, aunque no sin dificultades.

Desde aquel verde prado, podía ver toda el valle, cubierto de la frialdad del invierno que le daba un toque de belleza que ningún otro color ni luz podría otorgarle. Vio que sus manos aún estaban sucias de barro y su ropa completamente manchada: habría que cambiarla, definitivamente y, ojalá, quemarla en algún lugar para no volver a ocuparla nunca más. Vio una extraña marca en la palma de su mano: el problema no era que tuviera conciencia de su poder, sino que sus potencialidades.

Contempló el agujero que había quedado en la tierra, a su lado.