domingo, 8 de mayo de 2011

10. El ruido de una pesadilla


Y a lo lejos, divisaba la silueta perfecta de Beatriz que caminaba con ese toque sensual que tanto le quita el sueño. Andrés permaneció sentado en la Plaza del Altozano, mirando la fuente que lanzaba chorros de agua hacia el aire y que, en más de algún momento, acabó humedeciendo su ropa producto de las ráfagas de viento que comenzaban a rodear la plaza. Ahí estaba la tienda donde hacía algún tiempo había comprado algunos cuchillos para renovar los cubiertos del departamento, con turistas comprando recuerdos típicos de aquella desconocida ciudad de los llanos. Los rayos de sol que a ratos se escapaban de entre las nubes le hacían desear volver a encontrarse con los copos de nieve que le caían sobre la cabeza, como en la Estación Méndez Álvaro, en Madrid. Ansiaba volver Albacete cubierto de blanco, como en sus sueños.

Beatriz se veía radiante como siempre. Llevaba unas botas café y un abrigo rojo que destacaba su figura, el color de sus ojos que parecía intensificarse producto de la luz. Se saludaron y comenzaron a caminar.

-         Te noto un poco preocupado, Andrés. ¿Está todo bien?
-         Sí, tranquila –rió-. Estoy mejor que nunca. Es verdad, hacía tiempo que no me sentía tan bien.
-         Me alegro de verte así. Supongo que algún día me vas a contar eso que te está sucediendo.
-         Lo que pasa es que acabo de asesinar a cien personas y no sé qué hacer con sus cuerpos. Eso era lo que me preocupaba.
-         ¡Qué cosas dices, hombre! –Beatriz comenzó a reír.
-         Bueno, yo ya te dije lo que me había pasado y tú no me quieres creer –ambos sonrieron.
-         ¿Vamos a por un café o algo?
-         Excelente idea.

Mientras caminaban hacia una cafetería, Andrés no podía dejar de pensar en Beatriz y en la fuerte atracción que estaba sintiendo hacia ella, sensación que iba en aumento cada día. Los dos besos en la mejilla eran el incentivo suficiente para despertar todas sus fantasías, en que los besos se tornaban más osados y originales. Ella lo tomaba de la mano y le sonreía.

-         ¿Por qué me miras así, Andrés?
-         Me pareció haber visto algo extraño sobre ti…
-         ¿Qué cosa?
-         Algo así como un marciano que bajaba lentamente, desde tu cabello y se posó sobre tu mirada. Por eso te miraba con tanto interés.
-         ¡No hay caso contigo! –Beatriz sonrió nuevamente, en un gesto que alegró a Andrés.

Se sentaron en una mesa y pidieron café, que rápidamente llegaría a sus mesas con una columna de humo que parecía detenerse en el tiempo, al igual que todo el resto del local, al momento en que Beatriz comenzó a hablarle de su vida, de todas las cosas que había estado haciendo durante la época de los exámenes, cuando no había podido reunirse con él. La relación con su novio había terminado hacía algunas semanas, pero ella estaba bien y dispuesta a continuar su vida: recapacitar en torno a todo y ver qué oportunidades encontraba en el camino, después de todo, aún quedaba mucho por vivir. Andrés se sorprendió con el ruido de una sirena que se acercaba desde algún lugar.

-         ¿Oyes eso? –interrumpió de pronto, la historia de Beatriz, que había escuchado atentamente durante tanto rato.
-         Sí, es una sirena. ¿Te asustan?
-         Me aterran. Es como el ruido de una pesadilla.

La sirena se acercaba cada vez más y todo alrededor estaba detenido: incluso pensó que sería una buena oportunidad para escapar del local sin pagar, pues, probablemente, nadie siquiera se habría dado cuenta de que en algún momento se había sentado a tomar un café. Las puertas se abrieron de golpe y tres hombres de azul y dos de verde ingresaron con chalecos antibalas, protegidos como si fuesen a encontrarse con un criminal. Andrés sintió que se le helaba la sangre y miró a Beatriz, que continuó su conversación con la más completa normalidad, como si no hubiese pasado nada.

-         ¿Puedes ver lo que yo estoy viendo, Beatriz? –preguntó con una voz que, sin darse cuenta, no era la suya propia. Era una voz suave, oculta, una voz que se difuminaba tras las pisadas que se iban acercando hasta su mesa.
-         ¿A qué le tienes miedo, Andrés? ¿A esos hombres armados? ¿A tu vida? ¿A lo que eres? ¿Qué? Seguramente, le tienes miedo, también, a las preguntas.
-         No tengo miedo.
-         ¿Seguro? Yo diría que sí – Beatriz sonreía, mientras llevaba la taza de café humeando hasta sus labios pintados de un fuerte color rojo que marcaban la taza -. ¿Por qué me miras así? ¿Ahora te estoy mintiendo?

Beatriz sonrió mientras se acomodaba el cabello castaño que le caía sobre los hombros. Los hombres se sentaron en la mesa que estaba al lado y no hicieron otra cosa que observar a los únicos clientes que había en el local a esa hora del día. Andrés vio esas miradas que lo escudriñaban con seriedad, aunque no sabía bien lo que iba a pasar. Hizo un gesto con la mano para ver si ellos reaccionaban, pero nada. Uno de ellos se puso de pie y se situó frente a Andrés, con su figura imponente, pero sin decir una sola palabra.

-         Dime –dijo el mozo.
-         ¿Qué? –preguntó Andrés.
-         Me has llamado.
-         Cierto, ando con la cabeza en miles de lados. ¿Me puedes traer un vaso de agua, por favor?
-         Pues, claro.
-         Gracias.
-         ¿Y qué piensas tú?
-         ¿Qué pienso de qué?
-         Hombre, pues de lo que te he estado hablando todo este tiempo.
-         Es que es bastante complicado porque desde tu postura, las cosas tienden a verse un poco difíciles, pero podrías considerar analizarlo desde otra perspectiva para ver si consigues más opciones. Por mi parte, consideraría verlo desde otro punto de vista y, probablemente, las cosas se hagan un poco más simples.
Beatriz lo miró con una sonrisa y asintió.

-         Sí, creo que tienes razón, Andrés.

Al salir de la cafetería, el cielo estaba nuevamente cubierto de gris y el viento hacía pensar que en cualquier momento volvería a llover sobre la ciudad. Andrés pagó la cuenta y luego de asegurarse de que no había nadie más en el interior de la cafetería, respiró aliviado. En la acera de enfrente, estaba una patrulla de policía estacionada. Le parecía extraño haber sentido una sirena ya que, en todo el tiempo que llevaba en la ciudad, jamás había oído de algún robo, alguna persecución o algo parecido. Un policía hablaba por radio, con la vista fija en él y su acompañante.

-         Vámonos de aquí.

Caminar por la calle Tejares, en dirección hacia el campus de la Universidad de Castilla La Mancha. Ya no había exámenes que rendir, pero era una excusa para poder seguir conversando de la vida: después de todo, Albacete no tenía, precisamente, demasiados lugares para ir de turista. Durante todo el camino, Andrés se volteaba para ver que nadie lo estuviese siguiendo, pues sentía pasos tras los suyos. Incluso vio una mano que se le posaba en el hombro. Beatriz se detuvo de pronto.

-         Andrés, ¿qué te ha sucedido en el hombro?
-         ¿Qué?
-         ¡Mírate!

Andrés vio que tenía una gran mancha de sangre sobre su polera blanca. La tranquilizó, que no era nada, que seguramente se habría golpeado sin darse cuenta. Beatriz lo observaba con preocupación desde hacía un rato en que también se detuvo a observar los supuestos pasos que los seguían.

-         Creo que tú también has notado lo mismo que yo.
-         ¿Nos han estado siguiendo?
-         Vámonos de aquí lo antes posible, hay que esconderse en algún lugar –dijo Beatriz.
-         Mi departamento. Tomemos el autobús para despistar.
-         Vamos.

Tomaron el autobús en dirección al departamento de Andrés y Beatriz no se despegó en ningún momento de su lado. De cuando en cuando se daba vuelta para observar qué pasajeros se subían y quiénes se bajaban, si es que había alguien conocido entre los presentes y si alguno había permanecido demasiado tiempo cerca, como observándolos. Andrés se cubrió la cabeza y miró al suelo: sus zapatillas estaban manchadas de rojo. Cerró los ojos y respiró profundo, intentando olvidar todo lo sucedido. Recordaba las palabras de César que le decía que era el momento de retomar el tratamiento y tomar pastillas, aunque no le agradara. Maldita paranoia que le hacía tergiversar todo, de hacer que la locura del planeta se tornase aún más laberíntica de lo que ya era en sí misma. Tomaron el recorrido en la dirección contraria a la que debían, para sentirse un poco más tranquilos aunque, luego, la sensación de vulnerabilidad era algo con la cual ya no podían lidiar más.
-         Ya falta menos, Beatriz. Ya vamos a llegar.
-         Eso, espero, Andrés. Ya debí haber sabido que era eso lo que te preocupaba tanto.
-         ¿Qué cosa?
-         Las persecuciones. Vi esa figura que caminaba detrás de ti, con el cuerpo herido y ensangrentado. Creo que hablaba, pero no pude entender lo que decía.
-         ¿Estás segura?
-         Sí, varias veces se abalanzaron sobre tu espalda. Te hirieron, pero la herida cicatrizó tan rápido que no tuviste tiempo siquiera de darte cuenta de lo que había sucedido.
-         Albacete se está volviendo loco.
-         Tú lo volviste loco, la ciudad nunca ha sido así. ¿Qué es lo que estás escondiendo, Andrés?

Andrés se quedó en silencio, apoyando la cabeza en el respaldo del asiento que estaba delante. Se sentía mareado y rogaba que el autobús llegase pronto al paradero para poder descender. Cuando volvió a pisar el suelo, no pudo contener el vómito que ensució la acera ante la mirada sorprendida de algunos transeúntes que no estaba acostumbrados a este tipo de intervenciones urbanas. Beatriz lo tomó del brazo, mientras él le indicaba el camino hacia el edificio.

-         Está ahí, estamos cerca.
-         Muy bien. Aguanta un poco. Apúrate, que los veo venir nuevamente.
-         ¿Dónde?
-         ¡Detrás de ti! ¡Están armados!

Entonces pudo divisar las siluetas que se formaban en la pared y que inundaban de rojo a los transeúntes que no percibían este fenómeno. O bien, ambos estaban locos, o el resto de los seres humanos del planeta carecían de la facultad de tener visiones surrealistas sin sentido. ¿Sin sentido? Algo debía de haber escondido.

-         ¡Andrés!
-         ¡Ven aquí! ¡No huyas!
-         ¡Te vamos a encontrar de todas formas!
-         ¡Si no somos nosotros, serán otros!
-         No creas que te vas a escapar siempre.
-         ¡Beatriz, apúrate, por favor! –Andrés, pálido, sudaba frío, mientras tambaleaban junto con su amiga, con quien caminaba lo más aceleradamente posible para poder entrar a su edificio.

Beatriz cerró la puerta del edificio y percibió una extraña energía.

-         Andrés, no puedo entrar aquí.
-         ¿Qué estás diciendo?
-         Lo siento, es que no…
-         ¡Ya viste todo lo que yo he visto allá afuera! ¡No quiero que te pase nada malo!

La puerta se estremeció producto del golpe invisible de un ser que clamaba por entrar y que, claramente, no sería bien recibido. Beatriz lanzó un grito al ver la figura de un muchacho que empezaba a marcarse en el vidrio.

-         ¡Andrés! ¡Andrés! ¡Andrés! ¡Déjame entrar!
-         ¡Vete de aquí, Jaime!
-         ¡Déjame entrar! – se oía enfurecido.
-         ¡Tú ya estás muerto! ¡Te… vi muerto con mis propios ojos!
-         ¿Qué? –Beatriz retrocedió asustada.

El ascensor abrió sus puertas y subieron rápidamente, dejando atrás los golpes en la puerta. Cuando entraron al departamento, Andrés cerró la puerta con llave y puso una mesa para obstaculizar la salida. Beatriz se sentó en el sillón y cerró las cortinas.

-         ¿Qué eso que estabas diciendo allá abajo? ¿Quién es Jaime?
-         Es mi hermano, que murió poco antes de mi viaje a España. No ha dejado de penarme su presencia desde el momento en que llegué acá. Supongo que es mi cargo de conciencia por lo que sucedió.
-         ¿Cargo de conciencia?
-         Exactamente.
-         ¿Qué culpa tienes tú?
-         Porque yo sabía que iba a suceder.

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