El golpe contra el suelo había sido lo suficientemente fuerte como para producir un terremoto en el interior de su cabeza, con tsunami incluido. Todas las estructuras mentales tambaleaban y las formas en el techo se difuminaban. Cuando logró abrir los ojos, ya habría pasado algún tiempo que no se atrevía a determinar y, asimismo, no era capaz de levantarse. Temió lo peor: que el golpe lo había dejado inválido, que ahora no podría levantarse y que era la presa perfecta para su victimario que debía de estar muy cerca, sí, por eso mismo había planeado todo porque era un cobarde que había buscado debilitarlo al máximo para luego tenerlo a su disposición y atacarlo lentamente. Estaba mareado y sentía como si el suelo fuera un vaivén de olas sobre las cuales flotaba, como cuando se había quedado sobre el mar mediterráneo mirando los astros voladores que cruzaban el cielo más celeste que recordaba de Europa.
- ¡Camil, dónde estás! – su voz angustiosa se oía entrecortada, apagada, al ritmo de su respiración agitada y penosa.
Pero Camil no iba a responder, Camil no estaba. Nadie sabía dónde se había ido su “compañero de piso”. No podía levantar la cabeza y su voz apenas era audible: se llevó la mano al bolsillo para tomar su celular y llamar a alguien. Pero no tenía saldo. Golpeó el suelo con el puño y, maldiciendo a cuanta persona se le pasaba por la cabeza, logró levantarse y ver que tenía un hematoma considerable en la nuca. Le dolía bastante como para seguir intentando examinarlo con la mano. Su rostro esta bañado en sudor y sentía la boca llena de sangre. Luego notó que, efectivamente, tenía alrededor de los labios manchados de sangre, como si alguien lo hubiese golpeado en la cara. Ese debía haber sido César que estaría escondido en algún lugar.
- ¡Sal de dónde estés!
No hubo respuesta. El departamento estaba vacío y las corrientes de viento que entraban a través de las ventanas le hacían ver algunas moscas que daban vueltas alrededor de los ventanales, con su molesto zumbido y su fútil existencia. El dolor de cabeza le hacía ver todo borroso: acaso estaría perdiendo la totalidad de la poca visión que le quedaba. Pudo ver que el cielo se había despejado y había un sol radiante que nunca antes había visto en Albacete; era la primera vez que veía un día como ese. Se arrastró hasta el sofá y apoyó la cabeza en el asiento a la espera de que todo el revoltijo se le fuese pasando de a poco. Respiró aliviado al sentirse cómodo por un instante. Bajó la mirada al suelo y entonces se encontró con el cuchillo que resplandecía sobre las baldosas manchadas de sangre. De manera automático, empezó a buscar alguna herida en su cuerpo que fuese la causa de que esa mancha de sangre estuviese sobre las baldosas. César había devuelto al fin el cuchillo, pero, obviamente, antes había cumplido el objetivo con el cual lo había ocultado. Le dolía todo el cuerpo, pero no encontraba ninguna herida aún sangrando. Pero nada: la herida del accidente en bicicleta se mantenía cerrada. ¿De dónde habría salido esa mancha?
Era una tarde nubosa en la cual Jaime y Andrés habían salido a andar en bicicleta, recorriendo la Avenida Alemania hasta llegar a la Plaza Bismarck. Desde un principio, Andrés notaba que su bicicleta no estaba funcionando como de costumbre: al parecer, el mismo color de la bicicleta de su hermano le había jugado en contra ante la broma que había pretendido hacerle y, en circunstancias de que no podía revelar su plan, no le quedaba otra que seguir pedaleando hasta que, de pronto, la rueda de la bicicleta se detuvo y perdió el equilibro. Jaime había continuado su camino en dirección al Cerro Cárcel, por Cumming, al momento en que se percató de que su hermano no estaba con él. Pedaleó para regresar a la plaza.
- ¡Andrés!
Al ver a su hermano, cruzó la calle rápidamente, sin preocuparse de los vehículos que circulaban y que hicieron mucho ruido con la bocina. Tampoco le importó mucho lo que los conductores tuvieran que decirle al respecto. Su bicicleta quedó arrojada en la otra vereda, mientras cruzaba rápidamente hacia la plaza donde yacía Andrés sobre el césped, inconciente, con el manubrio de la bicicleta enterrado más abajo de la última costilla. El verde pasto estaba manchado de sangre mientras Jaime intentaba hacer algo para quitarle aquel objeto extraño que le había atravesado la polera y la piel. Rápidamente llegó la ambulancia.
- ¿Cómo te sientes, Andrés? –su hermano estaba en cama, lleno de vendas.
- ¿Cómo me ves? Obviamente que no estoy para nada bien.
- Lo siento. No me di cuenta de que te habías quedado atrás, por eso seguí…
- Ya no importa. Me saqué la cresta de todas formas. Y, total… -se quedó en silencio un rato- da lo mismo.
- ¿Qué ibas a decir, Andrés? Dilo.
- Nada, hombre, nada. Tranquilo. Debieses irte para la casa. Tienes que cuidarla: recuerda que será tu herencia –rió irónicamente.
- Si sabes que no estoy ni ahí con eso. Por mí, que te la dejaran a ti. A mí me da lo mismo.
Era uno de los principales temas de disputa: las herencias familiares por las cuales tanto había luchado Andrés y que, para su mala suerte, estaban destinadas en su mayoría a su hermano. Era algo que le molestaba demasiado teniendo en cuenta de que él era el mayor y todo lo demás. Pese a ser su hermano y tener una sólida relación, era una situación imperdonable que en cualquier momento estallaría. Y ambos ya lo veían venir.
- ¡Camil, dónde mierda estás!
Andrés tomó el cuchillo y lo dejó sobre la mesa. Caminó hacia los ventanales abiertos que daban a la terraza y miró a todos lados. Las puertas de la despensa de la terraza estaban abiertas: alguien había sacado alguna botella para beber algo. Las manchas de sangre que había en el suelo eran el indicio de que un cuerpo había sido arrastrado hasta ese lugar, donde la corriente de viento soplaba sobre el cabello castaño oscuro de Camil, con los ojos en blanco y la ropa destruida, dejando en evidencia su piel llena de heridas.
Eran las 11 de la mañana y el despertador lo regresaba al mundo real con su patética melodía de siempre; tal vez, ya era el momento de cambiar ese sonido y poner otro un poco más alentador que la música corporativa incluida en su teléfono. Como de costumbre, no quería levantarse: era día sábado y su mejor opción sería quedarse durmiendo todo el día, pero se acercaban los exámenes finales y sería una irresponsabilidad de su parte no prepararlos. Ya que no había tomado en cuenta la universidad durante todo el resto del semestre, al menos que lo hiciera durante el corto periodo que quedaba. Y vaya que le significaba un estrés tener que revisar sus apuntes.
Al salir de la ducha, vio que la puerta de Camil estaba entreabierta. Se acercó para ver si estaba en su computador, hablando el catalán que ahora lograba entender un poco. Pero no. Seguramente habría salido, como de costumbre, sin avisar. Si hasta en eso se le parecía a Jaime. Entró a la pieza y vio que mantenía todo ordenado como si no lo hubiese tocado en mucho tiempo, incluso encontró uno de los vasos de vidrio que habían desaparecido después de la fiesta de hacía 2 semanas.
- No aprende, este hombre –rió.
Fue hacia la terraza para recoger la ropa que había dejado lavada durante la noche anterior y que ahora ya debía estar seca: por efecto invernadero de las ventanas, ese lugar ya era un horno. Recogió su ropa y miró la despensa que estaba cerrada en tres cuartas partes, dejando a la vista algunas botellas de ron que habían quedado recostadas. Se acercó para reacomodarles y ponerlas de pie, pero luego decidió que sería una buena opción mantenerlas en esa posición.
Regresó a la cocina y depositó en el lavaplatos el cuchillo que había encontrado sobre la mesa: tanto tiempo que llevaba buscándolo y, finalmente, lo había encontrado justo a tiempo para lavarlo y cortar un pedazo de carne que había cocinado durante la noche anterior.
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