El desorden de cosas tornaba de tensión la atmósfera que, de por sí, ya era lo suficientemente inestable como para pensar en algo concreto. El dolor en su espalda era algo con lo cual ya casi no podía lidiar: el paso de los años parecía quedar de manifiesto en ese único gran detalle que a veces le impedía ponerse de pie por algunas horas. Ese era el momento en que, arrojado en el suelo sobre las baldosas tibias de la primavera albaceteña, sentía que sus costillas se clavaban en el suelo y le destruían, suavemente, la piel, estableciendo un incómodo roce con la ropa. Seguramente, al sacar la cabeza por la ventana, se encontraría con una brisa de aire cálida que podría quemarle hasta las pestañas. Pero, desde el suelo, era poco lo que podía hacer. Su hermano, incluso desde su estado intangible de muerto, era capaz de controlarlo todo y decidir qué era lo que cada persona debía hacer.
- Ya basta con todo esto, Jaime.
Apoyó las manos en las baldosas para levantar el resto del cuerpo, pero sentía la presión de los pies de Jaime sobre su espalda. Se volteó para observarlo y se encontró con la sangre que le ensuciaba la ropa y que caía como un río hasta el suelo. La imagen la produjo terror, aunque esa ya era una sensación a la que se estaba acostumbrando. Jaime lo observaba con esa mirada seria de siempre, la misma que lo había caracterizado desde el momento en que cerraban la tapa de su féretro. Ese mismo rostro sombrío y agobiado de dolor era con el cual aparecía siempre, de manera invencible, para recordarle una y otra vez ese extraño suceso.
- Siempre te he apoyado en todo, Andrés. Pero no en esto.
- ¡Por qué no me dejas en paz de una buena vez!
- Porque sé lo que estás planeando y no te voy a permitir que lo hagas. No otra vez.
- ¿Qué sabes tú?
- No nos veamos la suerte entre gitanos, Andrés. No intentes creer, acaso, que vas a lograr engañarme. Bien sabes que lo sé todo.
Andrés sintió un aire gélido que le soplaba en la cara. Cerró los ojos y reposó el cuerpo contra la baldosa ante la imposibilidad de mover un solo miembro. Estaba completamente controlado por Jaime que, a cada rato, parecía presionar su espalda con mayor fuerza. Los distintos objetos arrojados por toda la habitación cambiaba de lugar de manera constante, como si la tierra estuviese temblando, aunque “acá no tiembla” pensaba Andrés. Se arrastró algunos centímetros, pero sentía los lápices y demás objetos que avanzaban en su contra, como queriendo retenerlo en el interior de ese lugar. Su habitación se estaba convirtiendo en su propia cárcel, de la cual no podría salir, dentro de la cual estaba siendo torturado. No había peor tortura que el encierro, sabiendo que estaba a tan solo pasos de abrir la puerta y correr por el pasillo en dirección al oxígeno del exterior.
Sintió un grito fuerte, desgarrador, que lo hizo temblar y cerrar los ojos. Ya lo recordaba y no sabía bien por qué. ¿Hasta cuándo iba a negar lo que había sucedido? ¿Hasta cuándo iba a tener el recuerdo de su hermano perturbando la armonía de su nueva vida? Abrió los ojos y vio a su hermano retrocediendo asustado. Miró a todos lados, pero no había nadie más: no podía ver quién era ese individuo que tanto atormentaba a su hermano, incluso en algún momento pensó que se trataba de él mismo, pero no podía ser. Vio a Jaime chocar de golpe contra la pared y luego caer al suelo con violencia, empujado por esa mano que aparecía desde la nada. Todo sucedía automáticamente, sin control, sin sentido, sin fin. Solo oía ruidos de golpes y expresiones de dolor por parte de su hermano. Ahora eran dos manos las que lo retenían en el suelo, de espalda, mientras le rasgaban la polera y lo mantenían en el suelo solo con ropa interior. Apareció un cuchillo que, luego de haber girado el cuerpo inmóvil de Jaime, comenzó a dar clavadas en su pecho: una y otra vez, una y otra vez, otras vez y una, salpicando sangre por todos lados, ante la resignación del muchacho que ya no tenía energía, siquiera para quejarse. Andrés se tapaba los oídos y miraba al suelo: no quería ver más, no sabía por qué lo estaba viendo. Jaime no iba a dejarlo en paz.
Fue un último grito y todo se silenció de golpe. Las cortinas temblaron y los objetos, dispersos en el suelo, retrocedieron. Andrés pudo darse vuelta y mirar el techo, respirando con agobio. Jaime ya no estaba, pero en su lugar había una gran mancha de sangre que teñía las sábanas.
- ¿Hasta cuándo?
- Hasta que lo asumas.
La voz provenía desde la nada. Jaime estaba en algún lugar, sin intenciones de mostrarse. Andrés pudo levantarse y vio que todas las cosas volvían a su lugar. ¿O es que acaso en ningún momento habían estado desordenadas y todo había sido producto de sus ilusiones? ¿Qué tan mal de la cabeza estaba? Después de todo, no era un tema que había superado del todo.
Beatriz había tomado el cuchillo, esperando cualquier cosa. Su aspecto trémulo destacaba su palidez: en qué momento se le había ocurrido ir a meterse al piso de alguien que, en sí mismo, era lo suficientemente extraño como para no despertarle confianza a nadie más. Chocando con todo lo que encontraba en su camino, se dirigió a la puerta que iba a dar al pasillo y huir a través de la cocina, sin embargo, la puerta estaba cerrada con llave. Corrió hacia la otra puerta que iba a dar directamente a la salida, pero esta también estaba cerrada. La única opción sería romper el vidrio, aunque esto no le aseguraría poder huir a través de los pequeños espacios que dejarían los cristales. Sintió que enloquecía: corrió hacia el balcón, pero luego se detuvo, asustada de ver la altura. Tampoco sería una buena opción la de saltar. ¿Pero qué más podría hacer? Tenía el cuchillo en su poder, a la espera de que Andrés apareciera desde algún lugar.
Sintió las pisadas que se acercaban hasta ella. Se apoyó en la pared y sintió que vibraban de manera extraña: él se estaba acercando.
- ¿Beatriz, estás ahí?
Beatriz no dijo nada. Sintió que el pulso se le aceleraba en la medida que los pasos parecían acercarse. Empuñó el cuchillo ensangrentado, pensando que, tal vez, la sangre de una víctima podría acabar confundiéndose con la de un victimario que también sería otra víctima… o tal vez la víctima del victimario, el victimario de la víctima, el asesino del asesinato que asesina a la víctima… o tal vez él no había hecho nada y todo era un mal entendido. Seguro se había querido suicidar y luego del corte, habría querido ocultar el vestigio de su momento de no lucidez.
- ¿Beatriz? Sé que estás ahí. Respóndeme. Solo necesito saber que estás.
La muchacha permaneció en silencio, temblando a cada paso suave que oía sobre las baldosas. Se escondió detrás del sillón, al momento en que vio la figura de Andrés que se acercaba a la puerta. Sintió que el corazón latía al ritmo más acelerado que jamás hubiese tenido en su vida, al momento en que oyó la llave que abría la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido; contuvo todas sus intenciones de lanzar un grito y de abalanzarse sobre él para apuñarlo.
- Beatriz, no te escondas. No hay motivo. No voy a hacerte nada. ¿Qué es lo que te hace pensar que quiero hacerte algo? No debes estar muy lejos y será fácil encontrarte. Ah, ya entiendo, quieres jugar a las escondidas. ¡Qué entretenido! Pero te voy a encontrar, porque conozco este lugar mejor que nadie, no por nada llevo viviendo varios meses. Cuando te encuentre, me vas a tener que dar un beso, esa va a ser tu penitencia. ¿Entendido? –se quedó en silencio esperando su respuesta, mientras avanzaba hacia uno de los sillones- ¿Entendido? Claro, eres inteligente y no me vas a responder porque eso me daría buenas pistas de dónde estás. Pero sé que debes estar por aquí.
Beatriz escuchaba los pasos que se le iban acercando cada vez más mientras contenía la respiración. Era evidente que no iba a poder permanecer ahí todo el tiempo ya que, en algún momento, iba a ser encontrada: el lugar no era lo suficientemente grande como para poder pasar desapercibida. Empuñó el cuchillo. Vio los calcetines blancos de Andrés, mientras avanzaba por el resto del salón buscándola. Le pareció extraño ver que no traía nada consigo, sin embargo, su imagen inocente le daba desconfianza. Nunca confiaba demasiado de una persona que aparecía tan indefensa.
- Beatriz. Ya sé dónde estás –mintió Andrés, para ver si ella salía-. No sigas escondiéndote, si ya te vi.
Andrés se fue acercando hasta el sillón, momentos en que la muchacha sintió que era el momento de defenderse. Cerró los ojos y tragó todo el aire que pudo –ese aire que le hacía falta por haber estado tanto rato respirando el mínimo para no ser descubierta- y miró el cuchillo que aún tenía un poco de sangre.
- Aquí estoy, Andrés.
- Hasta que te decidiste a hablar. Ya sabía que no ibas a aguantar mucho rato.
- Claro que no he aguantado lo suficiente. Pero tú aún no me has encontrado.
- Allá voy, allá voy –reía.
Cuando vio los pies que se acercaban hasta ella, sin mirar hacia delante, lanzó una puñalada al aire, que fue acompañada por un grito de su víctima. Miró nuevamente y vio que el calcetín blanco se había manchado de sangre. Se levantó rápidamente para ver a Andrés: arrojado sobre el sillón, observaba su pantalón roto y la mancha carmesí que afloraba desde su piel.
- ¿Qué te pasa? –preguntó.
Sin embargo, antes de que pudiese dar un paso hacia él, Andrés se puso de pie y se abalanzó sobre ella para inmovilizarla. Beatriz, que mantenía el cuchillo en su poder, no escatimó en clavarlo nuevamente sobre su enemigo que, esta vez, recibió una estocada en el costado derecho. Fue tal el forcejeo entre ambos durante la lucha que, luego del ataque, terminó con ella en el suelo y con él arrojado sobre la mesa de vidrio que se rompía al instante en que el cuerpo caía. Sobre las baldosas y con el cuchillo aún en sus manos, fuertemente apretado, Beatriz apuñaló nuevamente a Andrés, produciéndole una herida el tobillo que le impediría moverse por un buen tiempo.
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