domingo, 15 de mayo de 2011

11. Olor a muerte.


Beatriz se había sentado en el sofá, esperando el vaso de jugo que traía Andrés para calmar un poco las tensiones. El jugo tenía un sabor extraño, situación por la cual el dueño de casa se disculpó, ya que se le había quedado abierto antes de salir y, probablemente, eso habría afectado en su composición. Ninguno de los dos era capaz de articular una sola palabra –a excepción de la explicación del mal sabor del jugo-, buscando excusas para correr la mirada cada vez que, por casualidad, coincidían en algún punto inexacto de la existencia. Todo estaba tan silencioso como si el salón estuviese vacío. Andrés, mecánicamente, tomó una escoba y comenzó a barrer las baldosas, ante la mirada enajenada de su acompañante, que seguía en silencio, con la mirada fija en el vaso de jugo.

Acaso este vaso de jugo tendrá algo, no me lo creo. Es solo paranoia, es solo el susto. ¿Acaso es real lo que he visto a la entrada? ¿He sentido presencias al interior de este piso? ¿No es parte de la locura de haber bebido un café con un tipo que, de por sí, ya se ve bastante extraño? El jugo tiene algo extraño, insisto. Pero, ¿cómo puedo explicar eso que se ha aparecido en los cristales? ¿Cómo explicar la sensación de persecución, la sangre, los cuerpos moribundos, los cadáveres con vida? Albacete está convertido en un mundo extraño desde que he conocido a este individuo. Lo mejor sería que me fuera de este lugar cuanto antes e hiciese como si jamás lo hubiese conocido. Sí, parece que esa es la mejor opción. Acabaré esto y me iré para no regresar más, para pasar a ser una persona más en la calle, alguien con quien comparte estudios y nada más. Yo debo desaparecer de aquí. Este lugar huele extraño, huele como a… no, es imposible, no podría ser, no está tan loco, pero sí que huele como a encierro. Sí, es eso, a humedad, a podredumbre. Algo se está pudriendo en algún lugar. Debo irme cuánto antes. El jugo sabe muy mal, ¿por qué? ¿Acaso los componentes no son de tanta calidad como dice en la etiqueta? El jugo está delicioso, es lo mejor que he probado en mi vida. Creo que podría… quedarme un rato más. Después de todo, Andrés ha sido muy amable, un gran amigo. Debiese quedarme aquí. ¡Pero qué buen zumo! Que aroma a podredumbre, pero limpio. Sí, todo reluciente.

Andrés se sentó en el suelo y lanzó la escoba contra las paredes. Abrió la ventana y se quedó observando la bandera griega que había en el edificio de al lado. Recordaba la vez en que había visto la primera gran tormenta eléctrica en Albacete, aquella que le parecía el fin del mundo. Aunque luego descubriría que el sonido de la lluvia es el mismo en todas partes, aunque la magia sí que depende de la perspectiva. Observó a Beatriz que permanecía sentada en el sillón, con el vaso en la mano: era una mujer tan bella, tan atractiva y que, al fin, había conseguido traer hasta su departamento. Solo quedaba convencerla.

-         ¿Beatriz? ¿Lo has pasado bien conmigo?
-         ¡Vaya, qué te sucede, tío! Si hasta has cambiado tu acento.
-         No sé, son cosas del momento.
-         Estás bien loco, Andrés. Todo lo que te rodea, lo que te sucede. Tu vida. ¿Cómo puedo saber que eres de confianza?
-         Bien, estamos entrando en el terreno del interés.
-         No entiendo a lo que te refieres –Beatriz comenzó a incomodarse.
-         No importa, no importa.

Beatriz sintió que se mareaba de pronto. Al momento de ponerse de pie, notó que no podía, que todo se estaba moviendo. El vaso se le cayó de las manos y se quebró en el suelo, ante su rostro pálido y nauseabundo que observaba a todos lados con desconcierto. Andrés, mecánicamente, tomó la escoba y recogió los restos del vaso que habían quedado sobre las baldosas, sin decir nada más. Las ventanas estaban abiertas al momento en que Beatriz caía sobre el sillón, sudando frío y tiritando.

-         Ya habrás notado que mi interés por ti es mucho más allá de la amistad. ¿Verdad, Beatriz?
-         Andrés, estás confundiendo las cosas. Quiero irme de aquí.
-         ¿En ese estado? Estás loca, espera a que se te pase un poco. Mientras tanto, escúchame.
-         ¡No! Tu voz me produce aún más dolor de cabeza. Cuando me vaya de aquí, no volveré nunca más. ¿Entiendes? Nunca más.
-         Claro, eso si es que puedes salir de aquí.

Andrés avanzó en dirección hacia la cocina, dejando a Beatriz en el sillón, retorciéndose de dolor. Este tipo está loco, me quiere matar. Le ha puesto algo a mi zumo, es seguro. Es evidente. Me siento fatal, no entiendo cómo pudo llegar a hacer esto y como no he notado sus intenciones. Desde un principio que me he percatado de su locura, pero no he pensado que era cierto. ¡Fatal error! La puerta del salón quedó cerrada mientras caminaba hasta la cocina y guardaba la caja de jugo en el interior del refrigerador. Cerró con tapa el frasco con pastillas blancas y lo guardó en la despensa: aquí no ha pasado nada. Regresó hasta su habitación por el pasillo, observando, desde la puerta, a su visita: estaba en el mismo lugar, en silencio, aunque bastante inquieta. Era extraño cómo había logrado su objetivo de traerla hasta su departamento.

-         ¿Beatriz? ¿Estás bien?
-         ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué estoy aquí?
-         Tranquila, tranquila. Te has quedado dormida en el sillón, está todo bien. ¿Quieres tomar algo?
-         No, no. Estoy bien. Solo quiero irme a casa.
-         ¿Por qué quieres irte?
-         ¿Acaso me estoy volviendo loca?
-         Cómo lo voy a saber si no me dices lo que te está pasando.
-         Ah… entonces… solo fue un sueño. ¡Joder! No entiendo nada.

Beatriz se puso de pie y sus zapatos pisaron un objeto que le pareció extraño. Agachó la mirada y se quedó en silencio, a la espera de que Andrés fuese hacia otro lugar. Le sonrió durante todo ese instante, suponiendo que no pasaba nada, pero sin moverse de su lugar. Estaba tensa y fría como una piedra. Un extraño ruido provenía desde una de las habitaciones.

-         ¿Qué ha sido eso? –preguntó asustada, advirtiendo, inmediatamente, que era el momento para librarse del dueño de casa por un momento.
-         Tú quédate aquí, ¿ok? Yo iré a ver.

El aire gélido inundó las paredes que, por un momento, parecieron llenarse de hielo. Beatriz se dio cuenta de que salía vapor de su respiración y que el cambio de temperatura había sido considerable: ya era primavera en Albacete, época de temperaturas muy superiores al hielo. Bajo su zapato se encontraba el mango de un cuchillo, cuyo filo se encontraba bajo el sillón. Miró a todos lados para asegurarse de que Andrés no venía y luego se agachó para retirarlo de ese lugar.

Andrés avanzó lentamente por el pasillo en dirección a la habitación desde la cual venía el ruido. Observó que su propio dormitorio estaba completamente desordenado: el escritorio en medio todo, las frazadas enrolladas contra la pared, la almohada deshecha, sus zapatos arrojados por todos lados y la ropa derramada en el suelo. Sus apuntes estaban todos rasgados y arrugados: la ventana entreabierta daba paso a una brisa fría que mantenía en el aire algunos de sus objetos. Ingresó rápidamente para cerrar la ventana, al momento en que la puerta de su habitación se cerró. Sintió una fuerte punzada en el costado que le produjo sobresalto. Los latidos del corazón se le aceleraron al momento en que vio que la ventana se empañaba. Su polera estaba rasgada producto de la punzada, sin embargo, no tenía ninguna herida sobre la piel. Tropezó contra los objetos que estaban dispersos sobre las baldosas, mientras se dirigía hasta la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, el escritorio le impedía salir. Asustado, miró a todos lados y corrió hacia el cajón de su escritorio: el cuchillo no estaba en su lugar.

-         ¿Qué coño hace esto aquí?

No era tan simple quitarlo de su lugar: parecía haber estado en ese lugar por algún tiempo y, producto del peso del sofá, parecía estar perfectamente acomodado. Luego de tirar por algún instante, Beatriz logró sacar el cuchillo y tomarlo en sus manos. Lo soltó, asustada, al ver que estaba ensangrentado. Solo entonces se percató de que el sofá, en su parte baja, tenía manchas de sangre.

-         Fuiste tú, Jaime.
-         Deja de culpar al resto de tus propios errores.
-         ¡Fuiste tú!
-         No.
-         ¡Déjame salir de aquí!
-         ¿Para qué? ¿Para que tus arrebatos ataquen a otra persona y que, luego, te ampares en que fue solo un momento de descontrol?
-         Tú deberías estar de mi parte.

Jaime apareció delante de Andrés. Su cuerpo ensangrentado y herido aun expelía el mismo olor a muerte con el que se había encontrado al momento de su regreso a casa, luego de esa fiesta. Andrés, al verlo, sintió que recordaba esa vez en que había subido caminando por Almirante Montt, en dirección hasta su casa, sin pensar que iba a encontrarse con un espectáculo como ese. Aunque sí recordaba, y le pesaba bastante, el hecho de haber salido sin haber tenido el momento para conversar con él y disculparse por la última discusión.

-         Andrés, córtala con la lesera. Ya te dije que no.
-         Lo único que haces es pensar en ti. Eres un egoísta de mierda.
-         Ya te dije que no lo he podido pensar. Estoy lleno de cosas importantes, tengo que elegir qué cresta voy a estudiar y tú no me ayudas en nada. El egoísta eres tú. Y, más encima, interesado. Lo único que quieres es la plata. ¡Quédate con tu mierda de plata! No me importa.
-         Así no vas a solucionar las cosas.
-         Ándate. Tengo otras cosas que hacer.
-         ¡Tú no me vienes a hablar así!

Andrés se acercó rápidamente hasta su hermano y lo golpeó, violentamente, contra la pared. El golpe hizo estremecer la habitación por completo. Jaime lo miró a los ojos, con temor, y en esa mirada sintió una extraña sensación de culpa. Sin embargo, lo empujó nuevamente, con más fuerza aún.

-         ¿Qué? ¿Ahora me vas a matar?
-         Eres un pendejo de mierda.

Se apartó de su hermano y se retiró del lugar, golpeando la pared con su puño. Se alejó por el pasillo, enojado, pero luego se detuvo. No debía de haber golpeado a su hermano: nunca antes una discusión había llegado a los puños por parte de ninguno. Rápidamente, se quitó el calzado y caminó en calcetines para que Jaime no lo escuchara caminar de regreso hasta su habitación. Se acercó hasta la puerta y observó en silencio: su hermano estaba en el suelo, llorando. En su espalda, tenía la marca del golpe que se había dado en la pared: sangraba. Se alejó, rápidamente, arrepentido de todo lo que había hecho. Jaime se sentó en el escritorio, dando la espalda a la puerta. Normalmente, su escritorio estaba en otra posición, pero su hermano la había cambiado al momento de ordenar la casa. Estaba tan apenado por la discusión que ya no tenía ánimos de cambiar nada.

-         Eres un pendejo de mierda, Jaime.

La imagen de su hermano se fue desvaneciendo lentamente, en la medida que la habitación de iba inundando, cada vez más, del aire gélido que congelaba hasta las paredes. Andrés seguía en el suelo, intentando librarse de todo el desorden de objetos derramados por toda la habitación.

No hay comentarios.: