Cerró los ojos y, sin pensarlo, subió al tren que acababa de llegar a la estación. María le había dicho que llegaría a las 15.45 y ya eran más de las 17.00 hts, por lo que no esperaría un instante más. Bebió un poco de agua y se sentí del lado de la ventana: el reflejo de su imagen sorprendida solo pudo causarle gracia.
- A ti parece que te hubiese visitado la de la guadaña, tío.
- No es nada, hombre, todo bien.
- Pues a mí no se me quita esa idea de la cabeza. ¿Vas a hablar o no?
- Ya te dije, Ramiro, que no me pasa nada.
- Me callo entonces. Pero a ti, Marcelo, seguro te ha visitado la Parca. Que a mí no me vienes con cuentos.
Marcelo miró sus zapatillas negras para evitar tener que mirar al frente y revelar lo que estaba sucediendo. Había llegado a Barcelona para aprender catalán y, hasta el momento, no se había dado el tiempo de leer ni el letrero de indicaciones en el metro: era más simple preguntar en castellano y ahorrarse esfuerzos cognitivos. Una mujer de ojos oscuros le sonrió cuando levantó la mirada: era su primera vez en el metro y ya le parecía haberla visto antes. Fue un flash y la vio a su lado, acercando los labios a su oreja. Un parpadeo y las uñas rojas de la mujer se le introducían en el ombligo. Otro parpadeo y eran garras los que le atravesaban la piel. Levantó nuevamente la mirada y abrió la ventana para recibir un poco de brisa: le dolía la cabeza.
Al bajar del tren, observó que el próximo llegaría en algunos minutos y caminó hacia el fin del andén, dejando más de la mitad de su pie izquierdo en el aire. Una mano lo detuvo y lo hizo retroceder.
- Tú estás mal de la cabeza…
- Yo… ah, no es nada Ramiro, solo…
- ¿Estabas intentando caminar en el aire? ¡Allá abajo acabarás siendo un embutido! Vuelve al mundo, Marcelo.
- Lo siento.
Marcelo caminó más lento, mientras Ramiro corría para llegar más rápido a la salida. Nuevamente miró los andenes y oyó el ruido de las gaviotas en el mar, un horizonte rojizo y un camino de huellas en la arena. Se llevó la mano al bolsillo y lo empuñó al instante en que el otro tren ingresaba a la estación. La mujer de los ojos café estaba en el andén de en frente, avanzando hacia la salida. Llevaba un libro azul en sus manos y la misma sonrisa con la que lo había mirado desde un principio.
- ¡Salta!
- No puedo…
- Sí, sí puedes. Vamos.
- No, tengo miedo.
Marcelo parpadeó en el instante en que perdía el equilibrio y resbalaba hacia los rieles, ante la soledad absoluta de aquella parada del metro. El golpe contra los fierros le dolió bastante, aunque no lo suficiente como para dejarlo inmóvil. Se levantó de inmediato y vio que el andén había aumentado su altura, impidiéndole alcanzarlo para subir. El próximo tren llegaba en 1 minuto y debía buscar la forma de librarse. Sintió una gota de sangre que le corría por la frente: el riel estaba manchado de rojo y pudo observar que la corriente avanzaba hacia él: ella venía conduciendo el tren a gran velocidad y sin intenciones de detenerse. Alzó los brazos hacia el andén, intentando alzarse hacia las baldosas, saltando con el mayor impulso posible mientras miraba el túnel que le parecía aterrador. Ramiro no se veía en ninguna parte y el tren estaba tan cerca que ya parecía inútil escapar de su encandilamiento. El foco le golpeó la cara mientras lograba mantenerse aferrado al andén. Sintió que su cuerpo se quebraba por completo, al momento en que s dejaba caer suspendido sobre los rieles a la espera de ver el tren desde abajo, como en tantas otras pesadillas.
Fotografía: Metro de Barcelona, Barcelona.
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