viernes, 2 de diciembre de 2011

El último habitante de un pueblo perdido.

Cuando abrió los ojos, el sol estaba sobre su mirada, en medio de una plaza de árboles verdes y frondosos. El pasto estaba seco, pero parecía haber sido regado en algún momento de la mañana. Miró a todos lados: las olas del mar reventaban a escasos 5 metros de la plaza verde en la que, antaño, la gente solía reunirse a contar las historias del pueblo. Las cosas eran diferentes y ya se hacía sentir un futuro de nuevos cambios en que los movimientos serían pan de cada día: adiós al anhelado sedentarismo de las civilizaciones antiguas, lo que ahora estaba en boga era volver a ser nómade. 

Su casa en el árbol tenía la visión panorámica más codiciada del pueblo y, en más de alguna ocasión, alguien había querido apropiarse de ella. Subió por el árbol situado en el centro de la plaza y se instaló en la entrada, con los pies colgando: le gustaba recordar todas las veces en que había jugado a ser un pájaro que volaba a la deriva, con los ojos cerrados, para luego acabar en el suelo, muerto de la risa. Volar era una de esas sensaciones que le agradaba y que, de vez en cuando, realizaba ante la ausencia de gentes alrededor. Los fantasmas ya se habían ido y era el último habitante de un pueblo perdido en medio de la nada.

Se puso de pie y abrió los brazos: cerró los ojos y respiró profundo. Se impulsó con las rodillas y dio un salto hacia la altura. En el horizonte del mar, una enorme cascada indicaba el fin del mundo y el inicio del reinado de las tinieblas y de los monstruos. Andaba despacio, cuidando de no chocar con las paredes que rodeaban ese mundo creado a su medida, en el cual se había encerrado. Los colores de una naturaleza viva le despertaban cada día cuando caminaba sobre la hierba, sintiendo la suavidad de la tierra sin cemento. La libertad de apropiarse de ese mundo solo para él: un placer egocéntrico. Sonreía mientras volaba hasta la lejanía, levantando olas enormes y creaciones futuristas sobre las nubes. Islas en el cielo, ciudades sobre el horizonte acuático y portales por doquier.

De vez en cuando, el guardia dejaba un poco de comida en la celda de aquel muchacho harapiento y herido que habían capturado hacía unos días atrás. Se lo oía reír con los ojos en el cielo: con una cadena fuertemente amarrada a su tobillo lo mantenian atado a la pared, para evitar su escape. 


1 comentario:

E dijo...

oye, que estás bueno pa escribir...
me gustó
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