domingo, 12 de febrero de 2012

La Columna de Fuego (Parte 2)

-    ¿Un espejo? –titubeó, con una voz muy baja.

Las paredes que daban vueltas se detuvieron y un enorme espejo lo rodeó. Se encontró frente a frente consigo mismo: tenía las manos puestas en su cara pálida por el temor. Se acercó a su reflejo y sus deseos tocaron el vidrio: no era solo una ilusión sino que el material era real (tal real como la imagen humana que se trata en verbos esporádicos, tan real como los números que cuantifican el tiempo). En definitiva, su cuerpo no tenía el más mínimo rasguño, todo era tan normal como siempre. Estaba en el interior de un enorme espejo circular que lo reflejaba de todos lo ángulos. Se detuvo un instante para escudriñar esa imagen tan completa, su propia imagen, que ni la tecnología ni el avance lograba obtener. Era la primera vez que se daba cuenta de que existía, de que tenía su propia singularidad. Nunca antes había notado su expresión de asombro, tan propia nunca antes había notado la expresión de su mirada, tan significativa. Ese era él, ese era Gabriel, frente al espejo.

-    Bórrate, ya no quiero más espejo.
Las paredes volvieron a girar: lograban divisar la ciudad y los edificios que permanecían en sus lugares, los rayos que iluminaban los alrededores y la enorme nube de polvo que mantenía a toda la gente alejada de su espacio. Lograba divisar el lugar en el cual había estado sentado hacía un instante, incluso pudo verse a sí mismo observando el cielo, como cuando él había visto caer el pincel. ¿Por qué no había el más mínimo ruido? Todo era un sepulcral silencio. El ruido de las manecillas de un reloj vinieron a cumplir su deseo de dar algo de vida a su extraño refugio que giraba alrededor, pero no había un solo reloj a la vista.

El ruido como de un radar y las vibraciones de un metal hicieron difusas las imágenes de la ciudad. El reloj no apareció, pero el ruido de las manecillas se hacía cada vez más fuerte y cercano, como si alguien se acercase con uno enorme. Miró a todos lados, pero las paredes giraban en círculo: no había ningún pasillo por el cual alguien pudiese acercarse. Las mismas vibraciones a su espalda y el sonido de un violín desafinado comenzaba a bailar ante su mirada.

-    ¡Quiero un reloj!

Su petición parecía no ser escuchada, pese a que el ruido se acercaba más y más: ¿acaso se escondía un enorme reloj a sus espaldas? Las plantas que pisaba comenzaron a crecer rápidamente y se sorprendió al ver las enormes hojas azules que se alzaban desde la arena rojiza que pretendía cubrirlas. Crecían las enredaderas de color celeste que se esparcían por el suelo, ante la sorpresa de Gabriel. Las hojas se le acercaron a la mirada mientras crecían hasta dejarlo pequeño; una de las enredaderas comenzó a subir lentamente, enrollándose a sus tobillos y subiendo por sus piernas, dándole tiempo a percibirlo cuando se aferraban a sus rodillas. El ruido de las manecillas del reloj era violento, hasta que vio que el suelo comenzaba a quebrarse de a poco. Tambaleó y cayó de espalda. Cuando su cabeza estaba próxima a tocar el suelo, sintió que se elevaba rápidamente: las enredaderas subían hacia el cielo, levantándolo por los pies. Gabriel veía todo de cabeza, intentando alcanzar las celestes sogas que lo elevaban. La tierra comenzó a romperse y vio un enorme reloj que emergía, con enormes manecillas de metal, como aspas de una hélice. Las enredaderas lo alzaban lentamente las aspas se acercaron tanto que le rozaron la mano y una gota de sangre cayó hacia las profundidades.

-    ¡Súbanme! ¡Súbanme!

Las enredaderas obedecieron al instante y el reloj que aparecía quedó en las profundidades, cortando las plantas que lograba alcanzar. La hora que marcaba no era real, llevaba varios segundos retrocediendo y luego volvía a avanzar. De vez en cuando emitía el ruido de una campanada que hacía vibrar todo alrededor.

Gabriel observó a través de las paredes que giraban: la ciudad tambaleaba y los edificios saltaban, haciendo que todos los vidrios cayeron al suelo. Estaba todo desierto y los cuadros de las paredes se quebraban en el suelo, mezclándose con el polvo de rubí que se convertía en torbellinos que se alzaban sobre la antena del edificio de la Plaza Central. Oía las risas de niños que jugaban, pero no había nadie en los alrededores. Oyó que un vidrio se quebraba como por una piedra y entonces vio pasar un proyectil que cortó una de las enredaderas que lo sostenía: creyó que iba a caer, pero alcanzó a aferrarse produjo en la pared que giraba y el murmullo de voces que discutían comenzó a agobiarlo vio la ciudad cubierta de tornados que avanzaban por las avenidas, levantando árboles, polvo y objetos varios. Los tornados avanzaban hacia una enorme columna de fuego que estaba en el edificio de la Plaza Central.

-    ¡No, no, no! ¡XS 200 es indestructible! Esto es mentira. Esto es un montaje, estoy seguro.

El interior de dónde estaba se vio invadido por un destello que nuevamente lo dejó ciego por un instante. La enredadera se estremeció por un zumbido que le producía temor: era como una voz que hacía ecos e impedía captar su mensaje. Ruidos de bocinas, de barcos, de música; de gente caminando, de gritos, de palpitaciones, de llantos, de temblores, de edificios que se derrumban. El tornado que lo mantenía oculto comenzó a avanzar en dirección al centro de la ciudad donde se alzaba la enorme columna del fuego: el gran edificio ya estaba consumido por la electricidad que lo rodeaba e impedía el acceso. Por el agujero de la pared podía ver los edificios que se convertían en polvo y en gritos silenciosos que se ahogaban con la caída de la tormenta. El tornado que llevaba a Gabriel avanzaba, botando todo lo que había a su paso. De pronto, vio que había una escalera que se alzaba hasta las nubes. Cortó la enredadera y saltó hacia los peldaños.

Miró hacia abajo y vio que el reloj se llenaba de agua y las manecillas que giraban como hélices, se desprendieron y volaron contra los edificios que se rompían como castillos de arena. Continuó subiendo la escalera hasta ver que un agujero le mostraba una salida: había una nave que parecía estar a punto de partir.

-    ¡Espere!

Cuando llegaba a dicha salida, se encontró con una hélice que giraba con violencia. No podía regresar: la fuerza lo atraía hacia el interior. Cerró los ojos cuando su cuerpo cruzaba las aspas.

Se le cayó el lápiz de las manos y se llevó las manos al rostro: lloraba. El polvo de rubí comenzaba a disiparse. 

-    Llegará el momento en que no vamos a escapar.

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