jueves, 9 de febrero de 2012

La Columna de Fuego (Parte 1)

Estaba sentado sobre el pasto que se teñía, aún, del color rubí de la tormenta que daba vuelta alrededor del universo; sin un destino fijo, sin una misión destinada a cumplir. El polvo del mineral flotaba en la atmósfera mientras lo veía caer como neblina que humedecía la punta de su nariz y enrojecía sus mejillas, recordándole lo ruborizado que se había sentido al encontrarse, de frente, con ella. La nube chocaba contra los ventanales de algunos edificios altos y a veces podía oír el ruido del vidrio que se quebraba: un enorme mosaico se rompió a pocos metros de dónde él estaba sentado. Antes de decidirse a abandonar su lugar de descanso y meditación observó, por última vez, la extraña voracidad con que el viento traía el rubí sobre el balcón de un departamento en especial, allá en la altura. Se alejó a paso lento y a veces confuso, a la espera de una respuesta que aún no encontraba más allá de los sueños. Sintió como si una gota de agua le cayese en el cabello: se llevó la mano a la cabeza u sus dedos estaban teñidos de verde. Un pincel, mezclado con una infinidad de colores, cayó sobre sus manos: ¿acaso las respuestas se escondían en tormentas de rubíes?

El cielo amenazaba con una lluvia torrencial como era común en aquellas circunstancias de explosiones planetarias tan violentas. Un rayo avanzaba por entre las alturas en una dirección imprecisa que lo hacía regresar una y otra vez al mismo lugar. Era el momento de acelerar el paso a tierra en cualquier momento. De pronto, un relámpago. La ciudad pareció quedar en silencio mientras el silbido del viento le erizó la piel cuando intentaba alejarse.

-    ¿Me quedo o me voy?

La noche se oscurecía con la nube que daba vueltas en los alrededores, alejándose, acercándose, sin atreverse a decir alguna palabra que estableciese la interacción. El solo era un espectador de la naturaleza. Quería escuchar, aunque fuese violento, una palabra que diese el inicio a esas pisadas que se hundían en la arena de color rojizo. Quería oír el grito del trueno que lo hiciese dar un salto al vacío, de una vez por todas.

-    Dame tu palabra de una buena vez.

Las alturas de los edificios reflejaban los luces que palpitaban escondidas dentro de las nubes, como cobijándose de las miradas de los transeúntes. Entonces comenzó a darse cuenta de que estaba en el centro de algo que no era casual, que nada en la vida era casual. Ni ese sorpresivo tropiezo que le produjo esa eterna cicatriz en el brazo; el encuentro con esa clave hacia un secreto que nadie más sabía. Ni esa demora del taxi; el encuentro fortuito entre sus labios y los de aquella joven tan hermosa. Ni ese pedazo de rubí compacto y luminoso que descendía lentamente hasta quedar a sus pies, trazando un halo de luz en su trayectoria que lo llevaba de regreso hasta el cielo. Llevó los ojos a negro y recordó el aroma de aquella mujer que le hablaba del arte universal, de la música, del mundo… de la vida.

La tierra se estremeció con un rugido tan fuerte que los ventanales de algunos edificios se trizaron de arriba abajo en un segundo. Algunos pedazos cayeron al suelo, levantando el polvo que se unía al pequeño e inocente remolina que se alzaba hacia el cielo: estaba a pocos pasos de él. Y nuevamente volvió a pensar en quedarse o en retomar su carrera de regreso a la vida común y corriente, encerrado, en su departamento donde las máquinas lo desafiarían a un imposible juego de ajedrez en que, siendo derrotado, lo obligarían a entregar su cuerpo para transformarlo en energía para continuar construyendo los rincones ocultos de XS 200. La tierra comenzó a temblar y de pronto cayó al suelo el polvo que se levantaba lo hizo estornudar. Entre el humo que se alzaba hacia el cielo y los movimientos del suelo que le impedían ponerse de pie, logró divisar algo extraño entre las nubes que mostraban sus garras eléctricas que se abrazaban a los edificios del centro de la ciudad.

-    Esto es…

Se acomodó suavemente, logrando sentarse pese al movimiento que hacía tambalear los edificios: ¿acaso sería capaz la naturaleza de derribar la fortaleza suprema del hombre? Se tranquilizó cuando la tierra se quedó quita, aunque el polvo lo dejó casi ciego por un instante. Se puso de pie a ciegas y caminó a la deriva hasta chocar con una de las paredes del edificio que amenazaba con derribarse sobre él si no se marchaba cuanto antes.

Cuando el cielo se despejó del polvo color rojizo y pudo volver a abrir los ojos, no pudo creer lo que estaba viendo. Al parecer, no era producto del temor ni del temblor que generaba formas tan difusas ante su vista.

-    No entiendo.

De pronto caía sobre el pasto en el cual jugaba, de pequeño, y rodaba sobre la tierra que se le pegaba a la ropa mientras intentaba detener ese extraño movimiento que lo envolvía sin posibilidad de escapar. Se detuvo chocando contra el tronco de un árbol y una rama cayó sobre él. Adormecido por el golpe, se quietó la rama y vio la herida que le había quedado: no sabía que una rama pudiese herir de esa manera. Se sentó en el tronco para estabilizarse: el mundo se movía para todos lados, aunque nada se caía ni temblaba. Apoyó sus manos en el suelo y, entre el pasto de color celeste que refrescaba su piel afiebrada, encontró un objeto metálico que lo hizo despertar rápidamente. Lo tomó entre sus manos.

-    Creo que estoy entendiendo, ¿o no?

Se puso de pie y continuó mirando el cielo despejado, con todas las estrellas iluminando la oscuridad. El tornado estaba fijo en el mismo lugar y los objetos ascendían hasta perderse en la altura, con el silbido y los relámpagos que centelleaban de vez en cuando. Un ave de color azul cruzo el tornado y se perdió del otro lado; las plumas cayeron en las manos de Gabriel, al momento en que buscaba la llave en uno de sus bolsillos.

-    O sea que era para esto…

El tornado permanecía fiel en su posición. En el cielo se dibujaba un enorme agujero de luces con distintos colores que generaban un silencio extraño. El silbido parecía una voz con palabras de ultratumba, incomprensibles e inaudibles. Gabriel se acercó al tornado y su silbido le produjo escalofríos: era como una enorme hélice de la que temía salir hecho pedazos. Se colgó la llave en el collar que llevaba en el pecho. Acercó su mano haca el enorme torbellino de viento que se lazaba hasta las nubes. Cerró los ojos y cruzó la pared que daba vueltas y que le dio un golpe tan suave que fue imperceptible. Abrió los ojos con lentitud y temor; todo estaba en un sepulcral silencio que lo aterraba: ¿acaso estaría muerto?

Miró sus pies que se enterraban unos 10 centímetros en la arena de color rojiza que cubría el pasto. Excavó hasta volver a encontrar las hojas azules de las plantas que pisaba. Observó las palmas de sus manos: las líneas indicaban el mismo camino que antes. Observó sus brazos: la misma cicatriz en el brazo que aquella vez le entregó una llave. No tenía un espejo para ver si su rostro tenía alguna huella de sangre: todo era tan suave que apenas lograba sentir el tacto de sus pies con el suelo o la respiración que lo mantenía vivo. Lo que sí era indudable, era de que respiraba oxígeno limpio como hacía mucho tiempo, como en su vida anterior. Se llevó las manos al rostro con temor.

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