martes, 20 de julio de 2010

Lluvia.

Un día de lluvia sorpresiva, avenida libertad con la lluvia golpeándome con fuerza. Un nuevo chip para el celular y la amenaza de un rayo que podría salir tanto de mi imaginación como de alguna nube que chocara con otra por no sé qué situaciones de cargas eléctricas. Espero una llamada, llevo una bolsa en la mano haciéndolo promoción a una empresa... me da igual. Me cobran $120 en la micro y doy gracias por esa subvención al transporte que llegó, tarde, pero llegó. Gracias, Dios, por favor concedido. Llueve a cántaros y agradezco esa bienvenida por parte del invierno chileno.

El frío me ha corrupto un poco las neuronas y hasta los pensamientos: llevo más de una semana aquí y ya comienzo a darme cuenta de que el sueño se ha acabado y es momento de cerrar los ojos y caminar por los oscuros callejones del silencio, de lo que queda de recuerdo... de lo que sigue en pie después de tantas réplicas. Solo un pedazo de esos adoquines que han sacado del Pasaje Galvez -situación por la que debo confesar mi absoluta molestia-, solo un pedazo de esas tardes en que soñaba con un sueño que ya soñé. Un fragmento de esa tarde en que estuvimos tan cerca y nacieron ilusiones, un pedazo de este momento en que renacen esas mismas ilusiones de un futuro que comienza muy pronto: los planes ya no abarcan las lejanías.

La lluvia me impide ver más allá del vidrio. Regreso a casa con frío, con mucho frío. Me dormiré un tanto ansioso pensando en todas esas cosas que quiero que sucedan y que tienen probabilidades de suceder.

Fotografía: Granizos (27 de septiembre de 2009, Quilpué).

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