Voces que sobrevuelan el paisaje verde, eterno, que recorren el horizonte en ambas direcciones de ida y vuelta. Mi alma es un volatín que avanza a la deriva sobre las nubes de aire que recorren las ciudades, que deambulan por latitudes diversas con mensajes en energía, no en palabras. Sonidos, encuentros, viajes que se arman con el solo deseo de soñar. Allá a lo lejos veo lagunas que no existen, lo sé, porque ya he estado aquí varias veces y solo es este uno de tantos instantes en que las almas pueden recordar los sentidos de una experiencia que ha perdurado.
Porque somos del viento, del aire, de la energía suspendida cada vez que una ola revienta en la orilla del mar. Somos el agua que está lejos del desierto, pero que avanza sobre él cada vez que el viento la llama. Somos como la luz que corre a gran velocidad por los lugares más inhóspitos, por esos rincones a los cuales muchos no han podido siquiera descubrir. Somos un misterio como el mismo universo, como el lenguaje de los átomos y de las constelaciones que interactúan entre sí intercambiando un poco de sus experiencia, de sus vidas y generaciones.
Energía que se transforma en cuerpo, cuyos pies recorren las verdes praderas que se extienden hasta el cielo. Abrimos los ojos y nos lanzamos a rodar por las praderas: ¿ves el camino, ves lo que viene, ves lo que ha quedado atrás? Hemos avanzado tanto que ya casi nos perdimos de nuestro origen, pero el final... no existe. Solo existen las metas que se encuentran a cada instante en que miramos hacia el lado y descubrimos una nueva flor, un nuevo fragmento de luz. Somos ese vuelo que se inicia cuando levantamos los brazos y el viento nos lleva lejos, tan lejos como el mismo sueño, como las nubes que se transforman en un temporal. Corro por las praderas, corro a lo lejos, corro, corro, corro hasta alcanzar la cima de ese cerro que se forma de palabras. Oigo las voces de la naturaleza en las cuales me cobijo y me duermo.
Fotografía: Alrededores de Tetuán, Marruecos.
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