Aquella tarde estaba tan asustado que corrí a lo lejos, sin pensar bien lo que estaba haciendo. La nieve había cubierto la Calle del Ángel hacía unos días y, hasta el momento, solo quedaba el recuerdo de aquella blanca invasión que me quitó el sueño por algunas horas y me dejó con ojeras por algunos días: nada grave. No sé por qué corría, pero algo me llevaba hacia algún lugar, recorriendo rotondas (de esas que abundaban en Albacete) e introduciéndome por callejones secretos por los cuales parecía no circular un alma. Muchas veces pensé que era parte de un pueblo fantasma con uno que otro habitante perdido con el cual me cruzaba de casualidad al avanzar en dirección a Tejares con la intención de beberme una caña y de degustar unas tapas. Pero la ciudad de antaño era diferente y parecía crecer en ese horizonte inacabable de llanos desde el cual, a lo lejos, las luces de pasajeros cruzarían la línea urbana sin percatarse de este mundo de edificios de mediana altura.
Nunca entendí bien lo que estaba sucediendo, pero me gustaba vivir cada día en medio de la incertidumbre y de la expectación: cada esquina se podría convertir, rápidamente en una sorpresa. Varias veces me detuve a contemplar las edificaciones que recorrían las calles céntricas y las construcciones que parecían ser un poco más recientes: algo en el aire me daba la sensación de que el tiempo parecía congelarse junto con el pasto que se tornaba blanco a cada mañana. Algo en el aire me causaba cierta nostalgia cada vez que acudía al Albacenter a comprar pan de molde, margarina, leche y queso edam para mi desayuno. Algo en la mirada de sus habitantes me hacía extrañar sus caminatas, aunque permanecía cada día en el mismo lugar y, a ratos, quería capturar el primer tren rumbo a la costa y sumergirme en el Mediterráneo.
Corrí asustado durante algún instante y luego me percaté de que no tenía miedo: me detuve en una esquina y dejé que la risa llenara mi rostro. No había nadie alrededor, como siempre, y uno que otro vehículo circulaba de tanto en tanto por la calle que daba al Parque Lineal. En mi mente, recordaba aquella infancia inexistente en aquellos paisajes manchegos olvidados por el paso el espacio y el tiempo, en un lugar que parecía mantener aún vivas esas leyendas de personajes mágicos y misteriosos que recorrían las calles durante la noche, protegiendo las murallas de cada historia. Las nubes cubrían el cielo otra vez y unas gotas sobre mi cabeza me recordaban que la atmósfera de primavera española era lo más inestable que hubiese conocido alguna vez. Me acosté en el pasto, apoyando la nuca entre mis manos, sonriendo: algo bueno estaba por venir.
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