Los ríos parecen desbordarse de su caudal y avanzan sigilosos, amenazantes y sombríos hacia las murallas con las cuales el límite urbano pretenden canalizarlos, en vano, pues la naturaleza por sí misma es capaz de establecer sus propias direcciones. Corren saltando sobre las posas que se forman, sin temor a las gotas de lluvia que caen como baldes de agua que atacan a los transeúntes apurados por cubrirse, corren felices como niños disfrutando las cosas simples. Los oyen reírse y jugar, mientras alguien sonríe con ellos y se anima a correr hacia la lluvia que cae por un lado del techo del paradero, cuando la micro aún se hace esperar. La lluvia humedece el silencio que quebraja la tierra, el agua inunda los senderos pavimentados por donde antiguamente el hombre corría descalzo, la tormenta ilumina el cielo casi seco por el calor agobiante del verano pasado: ellos ríen y juegan a correr bajo la lluvia.
La antigua casona del Cerro Concepción los recibió con la calidez de sus paredes adornadas de fotografías de la familia: reuniones familiares y cenas enormes, o simples tardes conversando junto a una taza de té. Se quitaron la ropa húmeda y la colgaron sobre una silla, cerca de la chimenea encendida. Caminaron descalzos sobre la alfombra y se recostaron abrazados, cubriéndose con una frazada. Dejaron que el disco sonara una y otra vez, sin soltarse: el sonido de sus latidos estaba al ritmo de aquella música suave y ambiental para días de lluvia, mientras las gotas de agua golpeaban con estrépito los cristales.
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