lunes, 30 de abril de 2012

Huellas en el silencio de un valle olvidado.

Muevo mis manos entre la niebla densa que avanza sobre un campo de espigas que se pierde hacia la inmensidad. Miro al cielo y mi mirada sonríe, humedecida por las gotas que se condensan sobre mi piel congelada por el invierno que no acaba cuando aún no empieza. Y los bailes de antaño son solo un recuerdo en medio de la penumbra, en medio de la ciudad que ya ha desparecido bajo la oscuridad de la noche que comienza cada vez más temprano y del frío que se posa sobre las tejas donde, en horas estivales, reposaban los gatos que comenzaban su romance nocturno; allí donde tantas veces me senté, con las piernas colgando, a sentir el sereno de la luna que caía sobre mis pensamientos. Soñé tantas veces con aquellos momentos que cada fantasía me parecía una realidad que nunca acababa de acontecer: todo se confundía en un camino de rieles que iban quedando atrás.

El agua ya cubre hasta mi cintura y no me importa el frío; pronto la niebla puede transformarse en nieve o en tormenta eléctrica dentro de la cual moriré de electroshock como tantos otros seres abandonados a la deriva, más arriba del límite urbano de la ciudad. Los astros luminosos se posan sobre la ladera oscurecida por las tinieblas que mi mirada ilumina cuando mis pies tocan las rocas congeladas del fondo del río: ¿tantos serán los cadáveres sumergidos en el olvido por sobre el cual he sido desterrado a caminar? Las heridas en mis tobillos parecen no haber cicatrizado aún, pero será el agua fría la que se encargue de purificar mi piel. Las manos luminosas se acercan hasta mi, sumergiéndose hasta quedar frente a mí. Siento el calor de su mano sobre mi pecho acelerado y, en silencio, observo la luz que emana dese mi propio cuerpo. 

Huellas en el silencio de un valle olvidado, cubierto por la nieve que no ha dejado de caer desde hace 2 meses y un lago congelado sobre las miradas de seres que aún parecen respirar.

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