El horizonte celeste se cubre de la bruma otoñal, invernal o primaveral al instante en que comenzamos a caminar sobre las aguas como si fuésemos descendientes de algún ser divino. Mitad humanos, mitad dioses. Aprisionados por nuestras propias dudas, por nuestros propios temores, cobijados por nuestras fortalezas y las sonrisas que a diario recibimos cuando el sonido de las hojas de los árboles se convierten en el coro que acompaña una caminata. Navegamos sobre la inmensidad de un mar inquieta que se calma, cruzamos el mar y nos sumergimos en la infinidad de un universo que comienza en el cielo, sí, allá donde se encienden las estrellas cada noche para luego hacer nacer un nuevo día que iniciará otra fortuna.
Caminamos, a veces errantes, como navegantes que cruzan las tierras de las lejanías, en las alturas donde el sol parece perdurar un poco más de tiempo. Paralelos, meridianos y los horarios cambian, la vida se acelera o se detiene, el agua inicia su punto de ebullición en un instante diferente. ¿Por qué? ¿Para qué? El suelo se mueve y la energía se percibe desde la cima hasta las faldas de los cerros que decoran nuestro paisaje... allá vamos cada vez que la vida nos agota, en sus tierras nuestros pies descansan cuando por fin conciliamos el sueño. Caminamos de la mano de los ángeles blancos e iluminados que nos muestran un camino, nos alineamos con las energías de un magnetismo que ordena nuestros pensamientos cuando comenzábamos a descarriarnos. Subimos, subimos hasta alcanzar la cima, miramos el sol que no se agota: buscamos la luz.
No tengas dudas, simplemente vuela. No tengas miedo, simplemente vive. Siente el aire, siente el ritmo, siento el corazón. Porque el movimiento ya ha comenzado y será para bien: pregúntale a las montañas.
1 comentario:
Vamos a preguntarles el fin de semana :)
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