A veces me sentaba a observar el mundo desde el centro mismo de la tierra, cuando el sol parecía quemar con tanta fuerza que ni la enorme torre de 150 pisos era capaz de ser un refugio suficiente. Me gustaba subir y bajar todos los días a través de los ascensores que recorrían las alturas a grandes velocidades y, hasta ahora, nunca he podido entender cómo no sufría de vértigo al saber que estaba cayendo casi al vacío. Desde la altura, la gran capital se veía iluminada de reflejos cada vez que las ventanas de las viviendas se movían producto del viento. El espectáculo podía ser perfecto, pero siempre, buscaba el mar.
El mar que escondía detrás de las montañas cubiertas de nieve, el mar que avanzaba en el horizonte de la pampa, el mar cuya niebla ya cubría los valles intermontanos. Ese mar en el cual me sumergí tantas noches a encontrar los tesores de las profundidades, ese mar en el que naufrago cada noche antes de dormir. El mar.
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