Cuando la noche se hace una con el día y las luces de confunden en la penumbra de un mediterráneo que no alcanzábamos a ver, las calles de Valencia continuaba tan serenas y sombrías como en un principio. Era como si me hubiese despertado de un gran sueño y que la caña de cerveza continuase en mi mano, fría, a la espera de refrescarme del frío ambiental que amenazaba con una nevazón interminable. Pero los adoquines medievales sobre los cuales corrían mis pies no eran más que un camino hacia el laberinto interminable de una historia inentendible: la mía propia. Nada más inexacto y volátil como un pensamiento, nada más increíble como lanzarse a volar cada mañana desde el balcón que daba al terminal de buses que portaba todas esas historias que provenían, probablemente, desde el lejano Madrid.
Y ahí, en medio del silencio y del frío invernal persistente que -según me decían, no era el más terrible-, me encontré con tantas sombras de épocas pasadas. Me encontré con la música, con el canto, con la energía y la juventud de un momento de éxtasis en que las luces de un escenario estuvieron a punto de asfixiarme. Pero lo pasé bien, me entretuve, sentí miedo de perder el bus al no encontrar ningún taxi que volase por la Avenida Menéndez Pidal a eso de la medianoche cuando la humedad parecía escarchar las copas de los árboles. Y no había nieve, yo quería nieve, yo quería nieve que caía un poco más allá del horizonte. Las calles de Valencia eran el laberinto que me conducían al secreto del centro de una historia inconclusa a la cual quise volver. A la cual, aún, quiero volver.
1 comentario:
Me transmitió una atmósfera muy similar a la que me contaste.
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