Caperucita se emborrachó aquella noche de juerga donde el alcohol fue su principal aliado para soportar el rechazo del príncipe de la Bella Durmiente. Ella también quería ser una princesa rescatada mientras se dedicaba a dormir todo el día sin hacer nada, pero solo a algunas les tocaba la fortuna de ser reinas. Veía las luces de la discoteca mientras los demás bailaban hipnotizados por los ritmos electrónicos provenientes de un parlante gigante que hacía estremecer los cristales de aquel bar que daba al mar. Se arrancó con una botella de ron escondida bajo su ropa y corrió por la playa hasta alejarse de la música: la luna llena era enorme y se reflejaba en el mar infinito que la invitaba a nadar. Bebió el último sorbo de Bacardi y, al ponerse de pie, se desvaneció sobre la arena fría de aquel invierno.
Cuando abrió los ojos, se encontró en medio del bosque con sus ropas abiertas y sus músculos adoloridos por la acción. Su ropa interior estaba tirada a pocos metros de allí y, al moverse, se percató de que había un hombre desnudo durmiendo abrazado a su cintura. Estaban cubiertos por una frazada improvisada, mientras su espalda subía y bajaba producto de la respiración. Caperucita notó que su piel tenía marcas de pasto: ¿había dormido toda la noche o acaso se había entregado al descontrol y la lujuria a la cual le habría llevado aquel muchacho? Lo movió suavemente para no despertarlo y se percató de que se trataba de nada menos que del príncipe de Blancanieves. Le dolía la cabeza mientras intentaba recordar. El muchacho abrió los ojos y se levantó: le dio un beso, sonrió y salió corriendo hasta perderse en el bosque, dejando sus huellas descalzas marcadas en el barro. Caperucita se resignó: no era la primera vez.
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