La noche me descubre observándola desde la ventana. No me importa el frío glaciar que parece posarse sobre el cristal ni me preocupa el hecho de caminar descalzo por las baldosas humedecidas por el sereno nocturno: obnubilado por las estrellas abro las alas y me echo a volar por sobre la ciudad. Veo las luces encendidas que se extienden como una mancha sobre el valle, veo las luces que avanzan por los cerros y se detienen justo delante del mar que observan con cautela y misterio. Los enigmas de aquellas luces, de la luna, del sol dormido, de las nubes escondidas que en cualquier momento avanzarán sobre la urbe para dejar que el agua fluya como vida.
La noche es un nuevo descubrimiento: el perro del vecino que ladra hasta la medianoche, la música suave que me mantiene despierto escribiendo, mi cerebro dormido que se niega a despertar y que exige sueño, las miles de cosas que aún queda por hacer. El tiempo que no se detiene y que avanza a toda velocidad, mis manos que se cansan, mi cuerpo que no duerme, mi mente que se echa a volar. Ameneceré con el olor de esa luna nocturna que me eriza la piel cada vez que le cuento una nueva aventura.
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