Y se fue la segunda semana laboral en el lugar que, se supone, podría llegar a ser mi lugar de trabajo definitivo por estos meses. Nada se sabe: solo sé que, en definitiva, me he relajado mucho más de lo que pensé y que, lentamente, he comenzado a considerar la profesión docente como una tarea no tan terrible como hubiese pensado en un primer momento. Al fin y al cabo, lo he considerado como si estuviese aún en la universidad - no a la manera de ser un eterno estudiante ni con la idea de no querer ser adulto, al estilo Peter Pan-, sino que como un estado transitorio entre la vida real y la vida fantástica que te entrega la universidad. Por otra parte, esas horas "de estudio" que gasto durante la mañana, a fin de mes serán pagadas, por lo tanto, es una instancia en que aprendes cosas nuevas y ganas dinero, aunque te desgastas la voz y te ganas más de alguna arruga. Pero bueno... nadie dijo que las cosas serían fáciles y ya lo dice la tradición, heredada desde la antiquísima Biblia, "con el sudor de tu frente te ganarás el pan de cada día".
Y no sé si es sudor de la frente, pero al menos es dolor de garganta... y sequedad, incluso sueño y agotamiento corporal. Camino 1 km de ida y otro de vuelta, intento dormir 7 horas al día y pasar el resto del día entre la lucha con alumnos y la preparación de material. No sé, realmente, si logre mi cometido de que todos aprendan, pero al menos me he percatado que existe un porcentaje importante de gente que sí quiere aprender... aunque, finalmente, uno acaba despreocupándose de lo que pueda pasar: yo hago mi clase y punto. Más allá de luchar con alguno que otro alumno de actitudes vulgares -creerse bacanes cuando hablan con una jerga marginal inentendible, no modulan, no dan pruebas y van a puro calentar el asiento- e intentar inculcar algo de hábitos, la vida sigue y el recreo llega en algún momento. Admito que hoy me sentí bastante bien al expulsar a tres alumnas de la sala y al lograr la suspensión de otra el día de ayer, pero todavía quiero más. Sí, quiero aplicar el poder tirano de suspender a la mitad del curso, solo por ser malo (como diría Coco Lengrand, "por webear"). Porque ser profesor, en la mayoría de los casos, se transforma en una actividad dramática: eres un acto, un personaje. Ayer fui un ogro dentro de la sala de clases cuando los alumnos se portaron pésimo, pero al cerrar la puerta, no pude aguantar la risa: ¿qué es lo que estoy haciendo? La docencia fomenta la bipolaridad.
Y así se acabó la segunda semana: me han hecho querer salir corriendo algunas veces, pero aún no he llegado al grado de odiarlos de manera absoluta. Parece que no es tan terrible como pensaba. No sé qué suceda, pero creo que todo es experiencia y tenga la ansiedad de ponerme a prueba, de "hacerme cuero de chancho" y prepararme para las cosas que se vienen después, que sé que son mejores. Creo que estoy aprendiendo, además, a disfrutar como nunca los días libres. Allá vamos por otro fin de semana.
1 comentario:
no era tan terrible después de todo :)
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