Fue inevitable encontrarme frente a frente, mientras recorríamos la ciudad centímetro a centímetro, con ese ojo psicópata propio de quienes poseen el don de ver más allá de lo que simplemente se presenta. El ojo engaña, el olfato es ciego, el sabor es sordo, el oído no tiene tacto. Las hojas comenzaban a caer desde los árboles, por allí en la Avenida Gran Bretaña donde la gran curva me hacía perder la mirada en el mar azul, en las naves "al salir y al entrar", en el cargamento que escondía tantos secretos desde el origen hasta su meta. El Pacífico era cruzar el universo y pocos los afortunados de poder contarlo.
Como aquella vez en que me dormí sobre la cubierta del barco, observando la espuma que quedaba debajo de los motores al chocar con las olas que nos atacaban. Como cuando abrí los ojos y me encontré con el cielo más puro, limpio y estrellado que hubiese visto en mi vida, cuando conté más de 15 estrellas fugaces en menos de 5 horas. Como aquella vez en que me descubrí sonriendo debajo de aquel enorme árbol de gruesas raíces que destruían el cemento, en aquel mirador. Fue inevitable el recuerdo de estar, frente a frente, mirando la ciudad una vez más.
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