No sé qué es lo que tiene Sevilla, pero el solo hecho de escuchar el nombre ya me evoca un lugar mágico. Claramente, fue esa la sensación que tuve al llegar a ese lugar en julio de 2010, luego de un viaje de casi 6 horas en Renfe, disfrutando de la diversidad de paisajes de aquellas, ahora, lejanas tierras españolas que me acogieron por casi 6 meses. Y es que el legado cultural-histórico de aquella urbe me rememora a la de algunos poetas, que si bien no me he dedicado a leer en profundidad, me hicieron percibir el aroma a versos en las paredes de aquellos edificios antiguos donde sé que se guardaban muchas historias de las cuales no logré enterarme. Pero un viaje, por más que intentemos, nunca puede ser completo y siempre queda el bichito de querer volver, de querer descubrir algo más, de poder tomar una foto desde otra perspectiva de aquel mural, de captar la sonrisa de la gente local.
Y Sevilla es el origen de cuentos, de canciones, de poemas, de obras diversas. De novelas de ficción, quizás, o de más de alguna divagación y viaje interdimensional. ¿Cuántas almas habrán coincidido cerca de la Catedral, esperando el tranvía que lentamente se acercaba por los rieles dispuestos sobre el pavimento? O las sonrisas que se reencuentran en la Estación Santa Justa, donde los trenes comienzan o terminan un viaje. Como antítesis a la situación de este preciso momento en que la lluvia cae sobre los tejados y se constituye en el anuncio más certero del frío que vendrá después (-2º C para Quilpué/Villa Alemana anunciados para el día viernes), recuerdo aquella vez en que caminaba bajo los 43º C, en busca de algo helado para poder sobrevivir. Y claro, me convertí en uno de los pocos turistas ociosos que se toma una foto, sonriendo, con un letrero que anuncia los 40º C, en circunstancias que muchos estarían muriendo.
Fue solo una noche, pero quiero volver en busca de nuevas aventuras, de más historias. Se lo dejo a la vida.
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