miércoles, 5 de diciembre de 2012

Vuelo

¿Cuántas veces hemos abierto los brazos y nos hemos dado cuenta, con sorpresa, de que nuestros pies se han despegado del suelo y que ya cruzamos los aires a la velocidad que deseamos? Es tan simple como sentarse, mirar el cielo, respirar lento, sonreír, recordar los sueños y dejarse llevar por el viento que sopla fuerte por estos días cuando el sol parece quemar con violencia. ¿Qué tan lejos quieres llegar en tu vuelo? ¿Cuántos kilómetros, millas, países, continentes, planetas, universos y sueños quieres ser capaz de recorrer en un parpadeo? De pronto nos lanzamos a correr sobre la hierba de un prado verde y apacible -ese locus amoenus de una clase de literatura- que te lleva hacia la altura donde comienza la luz, donde nacen las nubes, donde la naturaleza coincide en la armonía de su propia perfección. Allí estamos en medio, sonrientes, satisfechos, felices. Allí estamos en medio de nuestros sueños que bailan alrededor. 

Allí estamos, agradeciendo cada espacio, cada momento, cada segundo de vida porque incluso de las experiencias negativas siempre podemos aprender algo. Aprender a ser agradecidos de lo bueno y de lo malo, aprender que la lluvia humedece la sequeda de la tierra de la cual volverá a nacer vida, aprender que en la oscuridad renacen nuevos seres cuya belleza también es admirable. Soñar, seguir adelante, permitir un espacio a la incertidumbre y al riesgo, permitir que la vida vaya mostrando sus caminos, abrir las manos al cielo y apartar la oscuridad de los sentidos humanos para permitir ver esa luz que es fuerte durante el ocaso. 

Abrir los brazos y alzar el vuelo. Cruzar galaxias, universos, ser tan rápidos como la energía que recorre todo en cuestión de segundos. Volar, cruzar el cielo, tocar las nubes y, al finalizar, sentir los pies que nuevamente tocan la hierba: ha sido un gran viaje que renace a cada instante.


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