Como esas veces en que, de improviso, nos pillamos sentados uno al lado del otro mientras esperábamos el próximo carro del metro, en la estación Atocha, donde se agolpaba la gente luego de bajarse del ferrocarril interurubano. Cuando me mirabas detrás del papel de diario que relataba los nuevos aconteceres mundiales y, de paso, te enterabas de la constante fluctuación de la bolsa: arriba, abajo, al centro y adentro, como esos tragos que nos mandábamos una y otra vez cuando íbamos por unas tapas de queso frito con mermelada de arándano. Como cuando me di cuenta de que llevabas esos zapatos cuyo taco era de no sé cuántos centímetros, tantos que me imaginaba que debías subirte a una escalera para poder ocuparlos.
Y es que mirarte a los ojos me hacía tener, ante mi mirada, el recuerdo inequívoco de algunos atardeceres cerca de la Avenida de América, donde alguna vez creí haber visto a Penélope Cruz rozándome el hombro de casualidad. Fue esa mirada que se me acercaba para sentarse a mi lado la que me hizo caer en cuenta de que Madrid no era tan grande como parecía y de que las coincidencias, por muy extrañas que parecieran, existían. Ahí estábamos el uno frente al otro sin saber bien qué decir, pero teniendo la plena conciencia de que en cualquier momento ya no podríamos contener la sonrisa que se esbozaba en nuestros rostros al saber que aquel libro no mentía: las palabras eran capaces de tomar vida cuando el resto del mundo se detenía y nuestras manos se entrelazaban casi por magnetismo, sin pensar. No nos dimos ni cuenta cuando mis brazos te atrapaban al momento en que mis manos ya comenzaban a jugar con tu cuello: tu mirada cambiaba de color cada vez que me acercaba a pocos centímetros de tus labios como simulando un beso en el aire y tu mirada se me presentaba con un brillo que me encantaba. Aunque suene extraño y muchos pueden malinterpretarlo, más de alguna vez pude ver que de nuestras manos salían chispas.
El carro se detuvo en el andén y guardé el diario en mi bolso. Eran las 11.20 de la mañana y el calor de la urbe era aún peor en el interior de aquellas estaciones subterráneas. Ingresé al vagón y, a través de la ventana, observé a los pasajeros que se situaban en el otro andén, con dirección a Nuevos Ministerios. Porque, en el fondo, yo ya sabía desde antes que serías tú quién pronto vería eso mismo que yo estaba viendo, pero con tu mirada propia, con tus manos que hacían florecer a la naturaleza. Porque yo ya sabía que pronto estarías tú en el otro andén observando hacia el mío, buscándome: porque tú ya sabrías que yo estaba ahí contigo, como siempre.
1 comentario:
Me gustó.... debe ser la magia de Madrid... confieso que en un principio pensé que era otra cosa :p
Espero tu llamada :)
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