Abrí los ojos y, otra vez, mi alma divagaban en los recónditos pasajes de una calurosa Sevilla que a ratos se teñía de colores opacos. El invierno, que quizás se había olvidado de la ciudad, había quedado atrás en el calendario cuando la dama de sombrero enorme caminaba haciendo sonar sus zapatos en el pavimento movedizo por la ola de calor: cargaba un libro y una rosa que le habían regalado antes de partir. Cubría su mirada con lentes oscuros mientras recordaba, con ternura, el último beso en la estación Santa Justa. Santo tiempo en que se habían encontrado; justo en el mismo lugar donde se reencontrarían algunas semanas después para volver a llenar de color los callejones.
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