No nos dimos ni cuenta cuando ya estábamos corriendo por los Campos de Marte ante la mirada de muchos transeúntes que, al parecer, perdían la atención en las maravillas de la ciudad para observarnos en nuestra extraña performance. Es que eso de andar felices por todos lados parece llamar la atención de muchos que viven mecanizados a ir de un lugar a otro casi sin respirar. ¿Te acuerdas de ese silencio tan suave que decoraba los rincones de la Ciudad de la Luz? Estoy seguro que cada noche te despiertas cuando yo estoy durmiendo y me miras, sonriendo, recordando la luz sobre esos tejados que iluminaban nuestros cuerpos durante la medianoche. Tantas veces salimos corriendo por los pasillos congelados en el invierno y más de alguna vez tuvimos alguna queja de los vecinos que querían dormir. No los culpo, pues tenían sus razones y, por otra parte, nosotros también teníamos la razón al estar locos.
En esos ataques de locura y carcajadas, salíamos corriendo a ver la lluvia que caí sobre el pavimento: el encuentro de las luces con la lluvia formaba una estela que nos mantenía abrazados por horas bajo el temporal que no acababa. Y nunca nos resfriamos ni nos enfermamos: la locura ya era parte de nosotros y no tenía más avance ni retroceso. Vimos tantas siluetas recorriendo las calles de ese París helado, vimos tantas veces los colores que afloraban desde la Torre Eiffel y perdí la cuenta de cuantos croissant comimos en algún café. Cuanto más oculto fuese el pasadizo, mejor.
Hoy, el silencio de la noche me recuerda ese primer abrazo que nos dimos frente al Sena, mirando sus aguas inquietas. Te acaricio nuevamente al ver que tu mirada sonríe: la lluvia cae sobre París.
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