Sí, era el silencio y la atmósfera colosal de la voz de Pj Harvey la que me acompañaba mientras cruzaba Salvador Donoso en dirección a Condell como cada mañana, a las 07.30, cuando la brisa fría del mar se posaba sobre los vestigios de esa luz de una ciudad en crecimiento. Mis pisadas se confundían con el sereno que se escondía tras las paredes que, en algunos casos, parecían a punto de colapsar. Pero amaba una y otra vez mi vida, soñaba con volver a despertar para reencontrarme con esas luces que trepaban por los cerros en dirección hasta las nubes que cubrían la altura. El Altísimo parecía poner sus pies sobre las viviendas que se asentaban allá en la cima, mientras yo juntaba las fuerzas, una vez más, para lograr lanzarme corriendo hacia las alturas mientras alcanzo la velocidad de la luz.
Y esa querida oscuridad que, de manera inexplicable, me traía los recuerdos de mis pies sumergidos en una laguna glacia a más de mil kilómetros de distancia hacia la zona austral. En un parpadeo, mi cuerpo volaba sobre las nubes que humedecían los techos corroídos por el paso del tiempo. En un parpadeo, la querida oscuridad de aquella voz me sumergía en la nieve que se posaba, imaginariamente, en las ropas de los porteños que bajaban de los cerros. En un parpadeo, contaba los más de 600 pasos hasta la puerta: 07.45 hrs.
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