Cuento las horas como si fuesen segundos cuando ese tiempo que parecía inacabable se transforma, de pronto, en un suspiro. Un suspiro como el que lanza un enamorado que la ve pasar a lo lejos como una silueta difusa, un suspiro como el viento que mueve las ramas de los árboles congelados por el paso del invierno para dejar caer la nieve que se ha acumulado durante la noche, un suspiro como el vapor del frío que se condensa en mi ventana a través de la cual las luces de la ciudad se tralucen de manera tímida. Y, casi sin darme cuenta, me levanto de los sueños de mis frazada tibias para recorrer ese mundo incierto de las tinieblas iluminadas por las estrellas, cuando la niebla avanza desde el cerro en dirección hacia la costa, cuando las luces se confunden con las sombras de los pasajes de un Valparaíso iluminado por las almas que están soñando despiertas.
Me levanto de pronto y corro hacia las calles humedecidas por el sereno de una medianoche musical, por el ruido de los vehículos que corren por las avenida Pedro Montt. Camino a la deriva y mis pies descalzos se encuentran con ese asfalto frío e iluminado donde los espíritus cantan sus canciones de antaño. Se me pasa volando el tiempo, como las aves que cruzan el cielo escapando del temporal. Se me pasa volando el tiempo, a la espera de emprender el vuelo hacia un puerto donde nacen los sueños.
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