Cuando en diciembre me llamaron para avisarme de mi finiquito, sonreí: sería justo el día de mi cumpleaños y tendría algo de dinero para celebrar. Sin embargo, luego me daría cuenta de la poca empatía del empleador al citarnos a una hora y atendernos casi 2 horas después, como si nada, para luego perder tanto tiempo que el cheque no alcanzó a ser cobrado ese día y corría el riesgo de perder mi cumpleaños en eso. Recuerdo mi molestia al darme cuenta que casi arruinaron mi cumple, como si no hubiese sido suficiente con haberme atacado la psiquis durante todo el segundo semestre. Pasó el tiempo y el anuncio de un bono de vacaciones me dejó obligadamente atado a esta institución de calidad dudosa, al menos hasta que dicho monto fuese pagado: llegó enero y mi felicidad al subirme un avión rumbo a Buenos Aires coincidía con la fecha en que, supuestamente, llegaría la cifra. La llamada nunca llegó, hasta que yo mismo la efectué a mi regreso para enterarme de que aún no sucedía nada.
De ese colegio, debo destacar la amabilidad y simpatía de la secretaria, María Eugenia, que siempre estuvo dispuesta a ayudar. Creo que es de las pocas personas que puedo destacar de aquel lugar viciado por la mediocridad y la falsedad, en donde el mayor exponente de dichas características no es nada menos que el mismísimo señor Pastine que con suerte te saluda. No por nada se nota su aspecto de viejo rancio y olvidado, sabiendo que su reputación va por el suelo: un jefe de UTP capaz de solucionar todo, según él, cuando en realidad está en ese establecimiento porque su capacidad profesional es limitada y bastante pobre. Esos eran mis recuerdos al momento en que a las 08.15 de esta mañana suena mi celular para avisarme de que ya ha llegado la nómina para que pueda ir a firmar y, de esta forma, proceder a la transferencia del monto. Me di vueltas un instante hasta que partí a la "Gran Villa Alemana" con su calor extraño que me agobiaba al salir de la estación del Merval.
Reencontrarme con la Villa Alemana laboral fue algo extraño: volver a cruzar las mismas calles verdes de árboles y de casas geniales fue una experiencia que me despertó mucha nostalgia, debo reconocerlo. Si bien, finales del 2012 no se pueden catalogar como mis mejores tiempos, pero al fin y al cabo una acaba tomándole cariño a los lugares por donde transito... o al menos eso me pasa mí. Subí por calle Latorre hacia el cerro... y esto sí que está lejos: me pareció una eternidad hacer este camino que antes solía hacer en algo así como 12 minutos, cuando aún había niebla en la mañana y hasta llovía de vez en cuando. Los lugares estaban peligrosamente iguales, con un tono más estival, pero me producían la misma sensación de incertidumbre de antaño en que, claramente, me dirigía al matadero. Traté de no recordar los malos ratos, sino que volver a soñar con esa ansiedad amigable de algunos buenos días, hasta llegar a la calle Progreso y encontrarme frente al Centro de Eventos "Entrevalles", uno de esos hitos del camino que marcan que ya estás llegando (realmente es lejos). Al llegar al hall, me encontré con María Eugenia, quien me saludó con su simpatía de siempre, entregándome la nómina para firmar. Conversamos por algunos instantes, cuando yo ya sabía que no había ninguna de las personas ineptas que hicieron tan detestable mi permanencia en aquel lugar. Me retiré del lugar con la conciencia de que, de no ser por motivos de fuerza mayor, es la última vez que tendría que ir a ver aquel lugar.
Pasó la tarde y a eso de las 4 de la tarde, mi ex empleador ya había realizado la transferencia, por lo que pude respirar con tranquilidad: lamentablemente, me han dado demasiadas razones para tenerles mucha desconfianza. Puedo decir que, oficialmente, esta es mi despedida al Colegio Entrevalles en el cual, de una u otra forma, aprendí muchas cosas: cómo incubar una gastritis, cómo sentir tu autoestima profesional por el suelo, cómo los alumnos siempre tienen la razón, cómo los directivos sacan la vuelta y cuya capacidad de no ponerse de acuerdo tiene a un colegio en un rendimiento pésimo, cómo tu labor pasa a tener cero valor. Lo positivo del asunto fue ver una realidad completamente diferente a la cual estoy acostumbrado y quizás sea ese el motivo de este golpe que bien podría ser un shock cultural: es lamentable pensar que las expectativas de esos alumnos no son las mejores porque el medio en el cual se han criado los lleva a estancarse, por más que tú intentes decirles que existe un mundo lleno de oportunidades que pueden tomar. La ausencia de un modelo paternal confiable es lo que hace falta a la sociedad actual, un modelo afectivo capaz de poner reglas: educar, a veces, implica pequeñas sanciones que, a la larga, te van formando. No hablo de castigos de golpes ni nada de eso, pero sí de reprimendas y llamados de atención que le vienen bien a cualquier persona (incluso a un adulto que se cree sabelotodo).
Puedo decir adiós a los malos tiempos y saludo con fe un futuro auspicioso, sonriente, con muchos proyectos por cumplir. Pondré mi energía en que así sea. Adiós, Entrevalles.