Claro, todos ya se fueron a dormir. La luz encendida se proyectaba sobre la ciudad que parecía estar durmiendo, aunque los ruidos subterráneos resultaban tan incómodos como el aire casi magnético que había espantado a las aves. Recostado en el suelo, jugaba a quitarse las sandalias y a probar la destreza de sus pies. Dos de la mañana, tres de la mañana, cuatro de la mañana. El sueño no llegaba. Miraba a través de la ventana en busca de alguna solución, pero unas cuantas estrellas que tiritaban parecían hablar en ese idioma universal que nunca había podido descifrar. El verano ya se iba, pero el sueño aún no llegaba.
De pronto, un ruido en el vidrio le hizo asomar la mirada. Acaso sería un temblor, de esos que abundaban por esos días. Pero no. Luces juguetones, luces inquietas, luces difusas, luces que deambulaban en direcciones opuestas. Luces. Luces como las de una "pelota disco". Luces como las que había visto una vez, de pequeño, luego de caer al suelo y estrellar su cabeza contra el pavimento. Luces extrañas que se alejaron en dirección hacia las montañas para luego desaparecer. Luces que, incluso, algunas vez habían traído la invitación para viajar. No supo qué decir cuando las vio alejarse, haciendo un gesto de saludo a través de las diminutas ventanas de color verdoso.
Fotografía: Luna llena en Quilpué (14 de febrero, 2014)
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