Hacía algunos años, solía sacar alguna cámara digital que encontrase en mi casa para ir en busca de alguna fotografía extraña. Siempre buscando alguna toma, alguna perspectiva, algún momento que pudiese ser digno del recuerdo, aunque más bien, esa captura tenía intenciones estéticas y supuestamente artísticas: después de todo, el arte puede ser muy diverso y libre. Expresar el mundo a través de ese mismo mundo, crear un nuevo lenguaje en base a ese lenguaje ya existente, dando fiabilidad a la infinitud discreta y funciones diversas. Recuerdo el computador de escritorio y la cámara Sony que de un día para otro murió, de todo el tiempo reuniendo dinero para poder comprarme la Canon que llevé en mi viaje a España donde el mundo posó para mis recuerdos... y para la creación de nuevas ficciones. Recuerdo esas caminatas por un Valparaíso cubierto de niebla, en que las luces de la avenida Brasil me resultaban tan sombrías como solemnes, tan desiertas y cálidas, tan musicales y nostálgicas, proyectándome a ese mundo adulto que veía venir tan a lo lejos, quizás en un futuro lejano.
Recuerdo esa nostalgia adolescente y la incertidumbre de no saber qué sucedería en esos cinco años de universidad; está claro que al inicio de mi carrera me seguía sintiendo como un adolescente en busca de su camino. Cuando escuchar a Javiera Mena, Gepe o algún otro grupo secreto te convertía en un ser extraño. Cuando escribir era algo absolutamente cotidiano y cada experiencia, cada palabra nueva se podía convertir en el punto de inicio de un nuevo mundo. Recuerdo el contraste que pasó por mi mente cuando un día me alejé de la gente para recostarme en el césped de un parque, en Albacete, para mirar las estrellas. Quién iba a pensar que ese adolescente que en algún momento observaba los satélites del cielo casi antártico, casi en el último punto del continente sudamericano, iba a tener la fortuna de observar los astros desde otro punto. Me sentí enorme y pequeño a la vez, que las imágenes podían cargar tantas historias, que mi mundo era mucho más complejo que una simple mirada o la poca seriedad con que suelo tomarme las cosas. Sentí que mi mundo iba en expansión, como un big bang inacabable. Sentí que estaba dispuesto a seguir soñando para cumplir sueños, porque el tiempo sabe premiar los esfuerzos. Esfuerzos silenciosos que me llevaron a ver por mis propios ojos algunas imágenes que veía en libros, como lo fue el Parliament y el Big Ben de Londres, cuando las campanadas del reloj me indicaron que lo había logrado.
Y los álbumes de fotos crecen, van en aumento y son miles los momentos que recuerdo. Mi mundo se expande, mi mundo no acaba. Añoro esos momentos en que sentía inseguridad de captar una imagen por temor a que no fuese "bonita" o que no lograra lo que yo quería, ese temor a no verme bien en una imagen. Esa inseguridad, a veces, también la extraño, aunque eso no quiere decir que en la actualidad esté dicho: hay muchas cosas por ganar aún. Las cosas han sucedido tan rápido que apenas me doy cuenta cuando ya es un nuevo domingo, cuando el verano se va y la lluvia nos vuelve a sorprender con ese sonido golpeando las ventanas que, ahora, ya tienen una vista diferente. Imágenes, momentos, recuerdos, movimientos. Mundo, vida, existencias diversas.
Volver a cargar las pilas de la cámara y salir a recorrer este Puerto querido, con sus fantasmas, paisajes, adoquines, neblina, silencio. Con sus colores, con su nostalgia, con eso que me identifica tantas veces: esa nostalgia del futuro. Esa búsqueda; porque, al final de cuentas, seguimos siendo caminantes en busca de ese destino que siempre se vislumbra tras un nuevo horizonte.
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