Y en medio de ese silencio sepulcral, los lápices arrojados en el suelo se levantaron de su lugar en dirección al estuche que anteriormente los había guardado. El muchacho, recostado sobre la mesa, no entendía bien cómo había sido todo: de un momento a otro, sus útiles escolares volaban por los aires a la velocidad de la luz. La sala de clases estaba fría como siempre, con ese hilo de luz que se colaba a través del cieloraso que no soportaría un próximo terremoto. Su mundo era confuso y su mirada, esquiva. No entendía nada, nada de lo que sucedía.
Dibujaba cosas extrañas en su cuaderno cuando se dio cuenta de que, hacía mucho rato, el timbre de salida ya había sonado. Miró a través de las cortinas y se encontró con una luna enorme que se reflejaba sobre el mar. Se habría quedado dormido cuando todos ya habían partido de regreso a sus casas y se encontraba en la inevitable tarea de convertirse en el guardián nocturnos de la vieja escuela. Sus compañeros serían los fantasmas de antaño y el ruido de aquella gotera que, durante las clases, tantas veces le había quitado la concentración. ¿Qué dirían de él al día siguiente?
Cerró su cuaderno y guardó los lápices en su mochila: la clase de matemática ya había terminado.
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