De pronto, despierta ese silencio en la niebla que desciende al pie del cerro: la bruma matinal se confunde con la helada que se cuela a través de los cristales en donde más de alguna vez he dejado mi marca. Dibujos, sonrisas y hasta huellas de pisadas. Sí, porque durante la noche, he caminado por las paredes y el cieloraso hasta alcanzar el tejado desde donde la ciudad se puede observar en su inmensidad. Y ese olor a fría humedad, a veces, me invita a quedarme dormido en medio de la noche, desnudo, enroscado en una cálida frazada de la cual muchas veces escapan mis pies que buscan un poco de esa gélida libertad con que los dedos recorrerán los rincones ocultos.
A veces caía nieve y, sin dudarlo, me lanzaba a correr bajo ese manto que impedía ver más allá de mi propia nariz. Mi cuerpo se cubría de blanco como si llevase una sábana, pero mi piel ni siquiera tiritaba: el frío del invierno era ese calor que energizaba cada uno de mis músculos al momento de avanzar y observar esas historias que se escondían en cada callejón. Las luces del cerro, las olas del mar, la brisa, el aire y el viento, mi sonrisa ciega que flotaba sobre ese mar a la deriva en busca de ese horizonte desde donde vería el amanecer.
Entonces, mis pies humedecidos por el sereno de la noche chocaban contra los cristales de la ventana, mientras las luces de la ciudad iluminaban mi mirada que caminaba hacia las alturas.
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