Su silencio me perturbó desde que vi su silueta comenzar a dibujarse en la oscuridad, allá en el final de ese largo y sombrío pasillo de la mansión abandonada de la calle Yorkshire. Sí, la calle que llevaba aquel apellido en honor a ese figura oscura, de sombreados ojos -al borde de convertirlos en punto negro, tenebroso e inaccesible- y labios pintados excesivamente de rojo, al grado de parecer que el rostro entero se le iba en ello. La vi caminar entre los restos de vasos quebrados sobre las tablas en donde la fiesta había causado estragos y el vodka corroía los pocos colores que íban quedando. Era una imagen de un pasado casi romántico, apasionado y oscuro: la muerte, la rosa, lo oscuro, el funeral.
El funeral de Rose Yorkshire no había sido solemne ni escandaloso: más bien, ella misma había decidido cavar su tumba y guardar su cuerpo sin que nadie se percatase de su ausencia. Y así fue como un día, de pronto, desapareció. No dijo nada a nadie ni nadie se interesó en preguntarle. Rose era una rosa más de aquel jardín de espinos que comenzaba a secarse en pleno verano producto del calor y las cenizas de un volcán cercano que entraba en erupción, la lava cubriría aquel mágico paisaje en el cual su historia sería olvidada. Su destino era, inevitablemente, aciago. La vi caminar, por última vez a través de aquel pasillo con ese vestido rojo que tantas veces alabaron en las grandes reuniones sociales del siglo XVIII, con su copa en la mano y una mirada coqueta que nadie correspondió: nadie supo encontrar que debajo de esos ojos sombreados existía una mirada inocente, dulce, que buscaba algo más que una simple imagen.
Bailamos en medio de la oscuridad por un instante, sin música, sin fotografías, sin copas de alcohol, sin público sonriendo. Las copas de vidrio tenían musgo y la humedad derrumbaba lentamente la casa. Pero ese era su lugar y Rose Yorkshire no querría irse de ahí aunque la obligaran. Cada noche se dormía entre las rosas del jardín mientras la observaba desde mi ventana, situada frente a abandonada mansión que todos temían. Fuimos amigos desde el primer momento y, finalmente, gocé de la seguridad que ningún otro vecino se pudo jactar jamás. Y allí la veía todos los días, sonriente: una mujer eterna, sombría pero iluminada, cuidando el jardín bajo el cual dormían los huesos de su cuerpo dolido por las enfermedades que nunca pensó que serían absolutamente curables en el futuro.
- Buenas noches, Rose Yorkshire. Mañana me ayudarás a cuidar mi jardín, ¿te parece?
La muchacha sonrió mientras se cubría de tierra para ir a dormir. La noche sería fría: el sereno goteaba desde las rosas de todos colores que, día a día, brotaban a sus pies.
- Buenas noches, Rose Yorkshire. Mañana me ayudarás a cuidar mi jardín, ¿te parece?
La muchacha sonrió mientras se cubría de tierra para ir a dormir. La noche sería fría: el sereno goteaba desde las rosas de todos colores que, día a día, brotaban a sus pies.
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