Miraba a todos lados alrededor de mi pieza buscando algún punto luminoso que me sacara de esa oscuridad inminente cuando quise apagar la luz a eso de las 01.30 de la madrugada. Pero no había nada: sólo silencio, penumbra y sombras que con suerte lograba divisar entre las siluetas de mi pequeña sombra que debía estar ahí, pero no lo estaba. ¡No veo nada, no veo nada, no vea nada! Pero era inútil intentar buscar alguna escapatoria a ese silencio nocturno post-lectura de miles de letras que recuerdo como un trazado inconexo de ideas derramadas en un momento de embriaguez –o volatilidad- que me cuesta entender. ¿Qué hago ahora? Sigo sin ver nada de lo que está pasando alrededor y aunque busque una solución sólo me van a responder de que espere otro poco: aún no es su turno, saque un número y espero a que lo llamen. O bien, cuando llegue mi turno luego de esa lista de espera interminable con gente histérica que atropella a cuánto transeúnte se le cruza por delante, me atenderá una bella secretaria de dulce sonrisa e inteligencia deficiente: “Siga participando”.
Y sigo sin ver nada de lo que está pasando. Muevo las manos delante de la oscuridad para ver si logro dar con alguna pared por la cual cuelga la sangre de algún insecto entrometido que quiso atacarme al dormir, pero yo fui más astuto y ahora veo su cadáver para reírme cada noche de su estúpida inferioridad. Salgo de mi cama y camino por el suelo tan frío de la noche, parece que estuviera pisando hielo: me doy cuenta de que camino descalzo y tal vez mis huellas queden pegadas en el suelo. No, no deben darse cuenta de que estoy aquí: puede que después me identifiquen cuando haya cometido un nuevo asesinato a kilómetros de aquí, con la lluvia humedeciendo mi ropa y mi piel sucia por el barro. Tal vez me encuentren algún día sepultado bajo metros de pasto, tal vez me encuentren oculto en el jardín de cemento en que las rosas son de metal.
No veo nada, pero con mis manos llego a un lugar que me parece conocido: sus cerámicos congelados y el frío que entra por alguna rendija. Encontré un vaso, sirvo agua, bebo, bebo otro vaso y bebo otro. Sigo sin ver nada, pero regreso por el mismo camino. El camino me parece conocido. Huelo a incienso “Kiwi-fruit” que compré en un viaje de vacaciones. Se hace más intenso. Se hace más cercano. Estoy a su lado. Abro los ojos: todo sigue oscuro como antes. Son las 01.30 de la mañana y vuelvo al punto de partida. Y la patética voz de la secretaria se ríe de mi aspecto: “Siga participando” y de pronto me empuja al suelo.
Cuando desperté, estaba adolorido y nauseabundo: apenas podía respirar producto de la congestión. Tenía la espalda arañada y en la oscuridad podía percibir el olor al incienso que aún estaba encendido.
Y sigo sin ver nada de lo que está pasando. Muevo las manos delante de la oscuridad para ver si logro dar con alguna pared por la cual cuelga la sangre de algún insecto entrometido que quiso atacarme al dormir, pero yo fui más astuto y ahora veo su cadáver para reírme cada noche de su estúpida inferioridad. Salgo de mi cama y camino por el suelo tan frío de la noche, parece que estuviera pisando hielo: me doy cuenta de que camino descalzo y tal vez mis huellas queden pegadas en el suelo. No, no deben darse cuenta de que estoy aquí: puede que después me identifiquen cuando haya cometido un nuevo asesinato a kilómetros de aquí, con la lluvia humedeciendo mi ropa y mi piel sucia por el barro. Tal vez me encuentren algún día sepultado bajo metros de pasto, tal vez me encuentren oculto en el jardín de cemento en que las rosas son de metal.
No veo nada, pero con mis manos llego a un lugar que me parece conocido: sus cerámicos congelados y el frío que entra por alguna rendija. Encontré un vaso, sirvo agua, bebo, bebo otro vaso y bebo otro. Sigo sin ver nada, pero regreso por el mismo camino. El camino me parece conocido. Huelo a incienso “Kiwi-fruit” que compré en un viaje de vacaciones. Se hace más intenso. Se hace más cercano. Estoy a su lado. Abro los ojos: todo sigue oscuro como antes. Son las 01.30 de la mañana y vuelvo al punto de partida. Y la patética voz de la secretaria se ríe de mi aspecto: “Siga participando” y de pronto me empuja al suelo.
Cuando desperté, estaba adolorido y nauseabundo: apenas podía respirar producto de la congestión. Tenía la espalda arañada y en la oscuridad podía percibir el olor al incienso que aún estaba encendido.
1 comentario:
oyeee
el jueves te vi con una cámara
mándame lo que tengas
registros fotográficos o audiovisuales
por favor
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