En ese afán funcionalista que en el que lentamente me he ido involucrando –al parecer, todas las cosas tendrían una función determinada y una potencial meta a alcanzar- convergen dos de las grandes preguntas con las cuales me encuentro día a día mientras voy caminando por la calle, en la micro, en mi pieza o donde sea que nadie me esté hablando directamente, exigiéndome la retroalimentación necesaria como buen receptor de un mensaje aceptable: ¿Por qué? O ¿Para qué? Y bien sabido tengo que es un cuestionamiento que tengo desde que un día conversé con mi mamá con respecto a algunas cosas de la vida cotidiana que me parecían un tanto injustas y yo no podía parar de pensar en el ¿Por qué me pasan estas cosas a mí? al momento en que ella me proponía en buscarle una finalidad, ¿Para qué me pasan estas cosas a mí? Y me he dado cuenta que son tantas las cosas que uno tiene que aprender en la vida, que los años que nuestro cuerpo sobrevive a esta atmósfera cada vez más contaminada parecen ser muy pocos –demasiado pocos- para lograr apropiarnos de todo ese conocimiento necesario. Claro está que cada día nos vamos empapando de alguna nueva idea, de algo que en la calle vimos y nos quedó dando vueltas en la cabeza, de una lección por muy pequeña que sea, de una caída al suelo por culpa de alguna hormiga cabezona que próximamente evitaremos para caminar más lejos.
¿Para qué? Luego de tanto tiempo en que mis mejores compañeros han sido autores del siglo XX cuyas palabras releo, subrayo y hasta esquematizo cuando el ánimo me alcanza, es inevitable que la represión mental a la que me he sometido por falta de tiempo comience a ser una muralla poco sólida que se derrumba a cada momento: es inevitable echar a volar la imaginación y crear en cualquier lugar, es agradable ver como algunas ideas llegan solas a mi boca y muevo los labios para intentar hacer internas esta musicalidad que encuentro en algún verso loco que por las casualidades de la vida llegó a mi mente cuando miraba por la ventana mientras la micro avanzaba por la Av. Marina. Es inevitable seguir teniendo esa angustia de no saber qué es lo que va a pasar si realmente me doy cuenta de que no estoy teniendo tiempo para escribir y ese stand-by de casi 3 semanas ya se convierte en algo permanente. Llegan momentos como éste en que, sabiendo que la semana de lenta agonía aún no ha acabado, no puedes hacer otra cosa que darte un tiempo para dejarlos que hablen, para dejarlos fluir de una vez como ellos quieren: sin control, sin medidas, sin reglas… para sentirte un poco más ligero al andar.
¿Para qué? Tal vez para desahogarme de todos los sentimientos que he silenciado durante este tiempo por temor a lo que puedo perder: hay cosas por ganar, pero el temor a perder lo que se tiene de manera estable es una medida infalible de mantenerte amarrado a un estado actual. ¿Para qué? Para darle un sentido a levantarse día a día y apartar ese temor a ser un ser inerte cuya presencia sea fútil al mundo y se olvide tan esporádicamente como el día en que nació en la época de los 80. Para pensar un poco y echar a volar ese René Descartes que existe en el interior de nuestras mentes como una pequeña reencarnación que se ha hecho tan masiva, supuestamente, en la actualidad, en que son nuestros pensamientos los que nos hacen sentirnos realmente vivos… cogito ergo sum.
¿Para qué? Luego de tanto tiempo en que mis mejores compañeros han sido autores del siglo XX cuyas palabras releo, subrayo y hasta esquematizo cuando el ánimo me alcanza, es inevitable que la represión mental a la que me he sometido por falta de tiempo comience a ser una muralla poco sólida que se derrumba a cada momento: es inevitable echar a volar la imaginación y crear en cualquier lugar, es agradable ver como algunas ideas llegan solas a mi boca y muevo los labios para intentar hacer internas esta musicalidad que encuentro en algún verso loco que por las casualidades de la vida llegó a mi mente cuando miraba por la ventana mientras la micro avanzaba por la Av. Marina. Es inevitable seguir teniendo esa angustia de no saber qué es lo que va a pasar si realmente me doy cuenta de que no estoy teniendo tiempo para escribir y ese stand-by de casi 3 semanas ya se convierte en algo permanente. Llegan momentos como éste en que, sabiendo que la semana de lenta agonía aún no ha acabado, no puedes hacer otra cosa que darte un tiempo para dejarlos que hablen, para dejarlos fluir de una vez como ellos quieren: sin control, sin medidas, sin reglas… para sentirte un poco más ligero al andar.
¿Para qué? Tal vez para desahogarme de todos los sentimientos que he silenciado durante este tiempo por temor a lo que puedo perder: hay cosas por ganar, pero el temor a perder lo que se tiene de manera estable es una medida infalible de mantenerte amarrado a un estado actual. ¿Para qué? Para darle un sentido a levantarse día a día y apartar ese temor a ser un ser inerte cuya presencia sea fútil al mundo y se olvide tan esporádicamente como el día en que nació en la época de los 80. Para pensar un poco y echar a volar ese René Descartes que existe en el interior de nuestras mentes como una pequeña reencarnación que se ha hecho tan masiva, supuestamente, en la actualidad, en que son nuestros pensamientos los que nos hacen sentirnos realmente vivos… cogito ergo sum.
1 comentario:
uuh me gusto mucho tu texto. Y lo encontre bien cierto. Uno tiene que aprender de todo lo que la vida nos entrega y seguir avanzando, siempre hacia adelante. aprovechando cada momento. y con la certeza de qe cada vez iras aprendiendo un poco mas =)
Publicar un comentario