Me encanta escribir. Creo que lo he dicho varias veces, pero lo vuelvo a repetir una y otra vez. Me gusta poder crear nuevas historias y tener la sensación de que esas ficciones pasan a ser una realidad en el instante en que la decodificación lingüística pasa a ser una imagen mental que toma color, sonido, olor y que, en muchas ocasiones, se transforma en la aceleración cardiaca producto de la ansiedad de los momentos, de lo que pueda ocurrir: como en la vida real. Me cuestiono hasta qué punto las palabras son el reflejo del estado del mundo y de las historias de la humanidad, qué es lo que efectivamente sucede y qué es lo que no, cuál es el límite exacto entre lo mítico y lo que consideramos como real. Cada día me convenzo más de que la magia está por todos lados y que, aunque seamos reticentes, el componente mágico-místico del mundo nos influye mucho más de lo que pensamos.
Escribir es un proceso místico: traer dimensiones paralelas y establecer conexiones con otras historias que andan sueltas por allá arriba en el "mundo de las ideas", como lo diría Platón. Tener el poder de interferir en una realidad, de ser creador o destructor dependiendo del caso. La mezcla de los mundos en punto difuso, a veces inentendible, abstracto, inconcluso...
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