Los carretes en Valparaíso tienen una mística especial, que los convierte en uno de esos eventos que -pese a ser frecuentes casi todas las semanas-, nunca dejan de perder esa sensación de aventura que te significa recorrer alguna de sus calles iluminadas y silenciosas, esquivando algún perro vago que duerme (sin alcohol, pues aún no se ha logrado que se les permita el acceso a los bares) o alguna borracho que acabó su festejo aún antes de las 10 de la noche. Pues cada fiesta tiene su propia mística, su propio aire y su esencia. Y este carácter de aventura no solo corresponde a la odisea que tengo que hacer personalmente para llegar a Valparaíso (poco más de una hora en micro y a veces en metro, cuando sé que ni por milagro llegaré a la hora), sino por el hecho de que cada vez que veo las luces de los cerros, se me ocurren una y mil historias de lo que podría estar sucediendo bajo el sendero que se ilumina.
Ayer fue el turno de la celebración del cumpleaños de mi mejor amigo de toda la vida, cumpliendo sus 22 años mientras todos le recordábamos lo anciano que se ha puesto... y, ufff, pensando en que lo conozco, precisamente, de toda la vida, es inevitable ponerse a pensar en todo el tiempo que ha pasado. De acuerdo a su selección, acudimos al Pub Máscara ubicado frente a la Plaza Anibal Pinto: un ambiente alternativo, con música bastante agradable para oír (principalmente música indie, 80's, 90's, rock alternativo, etc) mientras conversas y bebes algo. Fue uno de esos carretes perjudicados por el adelanto de hora y el cambio al horario de verano que nos hace tener más luz en la tarde y menos claridad al levantarnos... y uno que espera que el local cierre una hora más tarde, pero no, se cierra a la hora oficial. Si bien, la fiesta misma es un evento espectacular en el que ha sido convocada gente de todos los credos religiosos habidos y por haber, una de las cosas que más me motiva y me inspira a crear historias es la odisea de regreso a casa.
Como siempre, caminando por la Plaza Cívica hacia el Líder de Bellavista. El silencio de una de las avenidas más transitadas de la ciudad es algo que parece extraño, pero agrada. Toda la gente que ya viene saliendo de sus carretes -algunos bastante alegres y pasados de copas, de cerveza, de vodka, de ron o de todo lo que se les pueda pasar por la cabeza- en dirección hacia los stands que venden comida. Es increíble, yo creo que ese es uno de los negocios del siglo: instalarse con un carrito de comida para los que más de alguna vez nos hemos visto afectados por nuestro mal-amigo 'bajón'. Incluso, he comido barros luco en uno de esos carritos sin haber carreteado y creo que no están nada de mal. La gente se amontona en Bellavista, haciendo sonreír a quienes venden sopaipillas, dulces, chocolates, galletas, empanadas de queso, pizzas, completos, sandwiches miles.
Lograr llegar a la avenida Errázuriz puede ser otra odisea ya que mucha gente viene en contra (no entiendo por qué, siendo que ya está todo cerrando y lo normal sería acudir a Errázuriz a tomar micros a Viña o el interior, pero bueno...). Las micros se amontonan: "a quina pa' Villa Alemana", "a 3 gambitas pa' Viña" o "dónde viajan, shiquillos" se constituye en una de las promociones típicas para hacerte subir a los buses que volarán a tu destino casi a la velocidad de la luz. Cuando logras pillar una micro que te llevo "por 500 hasta Quilpué", te acomodas en el asiento y ruegas que no se suba algún borracho odioso a tu lado. Que se sienten donde quieran, pero no a tu lado. Y entonces, esperarás unos 20 minutos sentado hasta que la micro se vaya llenando, momentos en que empiezas a notar que los pasajeros practican algún tipo de baile exótico (zapateo constante en el suelo), generalmente acompañado de un "oe, ya po, apura" o de algún otro tipo de improperio contra la ambición del señor chofer, que pretende llenar su micro a como dé lugar.
Cuando la micro parte -y piensas "al fin"-, la ciudad pasa a ser una línea continua de luces que, en cualquier momento, temes ver a tus pies. Yo ya me he cuestionado varias veces por qué estos microbuses no tienen alas. Y de un momento a otro, la gente comienza a quedarse dormida: algunos con la cara pegada a la ventana, otros casi cayéndose al pasillo, otros en un estado deplorable que no recordarán siquiera que han tomado la micro... Pero, lejos, lo más notable del día de ayer (día que me motivó a escribir mi historia), fue el majestuoso despertar que deben haber tenido muchos de los durmientes. Fue como un disparo, tal vez la explosión de una rueda, el suicidio de algún borracho delirante o qué se yo. Se suben unos pasajeros casi corriendo -argumentando que pagarán luego, pero que parta "por favor"- y entonces me entero de que esa explosión ha sido un piedrazo contra el vidrio, lanzado cuando la micro venía a la altura de 'Paso Hondo'. Un increíble 'fail' mezclado con un 'WTF'.
Finalmente, luego de esperar casi 40 minutos en el terminal de los colectivos, logré llegar a mi casa a eso de las 06.40 de la mañana, con hambre y sed, buscando algo en el refrigerador para poder ir a dormir con el estómago contento. Y así son las crónicas de un carrete de día sábado por la noche que también podría sucederle a usted un jueves o un viernes, preferentemente más que otros días de la semana. Es así como uno logra sobrevivir a un carrete porteño, con regreso a casa incluido, una experiencia que no deja de ser lúdica y sorpresiva ya que nunca sabes cuál será la sorpresa que cada nuevo carrete te va a dar.
(Ahora intentaré dormir con la cumbia melodiosa -Antonio Ríos- que escuchan los vecinos... seguro sus invitados tendrán alguna otra odisea para regresar a sus casas...)