Fue en el momento en que la realidad se presentó ante su mirada con un atisbo de surrealismo, con un destello de luminosidad incolora que no reflejaba su silencio interior. Llevaba varias horas de caminata y el cansancio de sus ojos se hacía evidente, el cansancio de sus manos ya no daba respiros y el cansancio de su cuerpo estaba a punto de recostarse sobre la banca más cercana. Pero había querido tanto llegar a ese lugar, pues sabía que era el momento en que todo tenía que suceder: no podía escaparse de aquella oportunidad.
El Ascensor Reina Victoria estaba cerrada por reparaciones y debió ocupar la enorme e infinita escalera que se esconde a uno de sus lados. El camino era una ensoñación; poetas, borrachos, gente normal, gente ensoñada, jovenes que calculaban el valor de las estrellas, jóvenes escribiendo algún sueño en la palma de la mano. Todo parecía ser parte de un cuadro extraño, pero bello. Una imagen oculta tras los cerros, pero más viva que cualquier ser viviente. Era el atardecer y el cielo estaba nublado, pero pronto despejaría. Entonces se recostó sobre el cemento para sentir el viento pasar, el ruido de la ciudad que se niega a descansar, aún un sábado por la tarde. Cerró los ojos y quiso ser invisible: la gente lo pisaba al pasar, algunos se tropezaban, pero nadie se daba cuenta de que ahí estaba.
"¿Acaso ya soy un fantasma?" pensó. Y sus pies avanzaban por los escalones: seguramente, ya estaría volando.